Vidas de novela

Más real que ficticio

Vivimos con una sensación de estar bajo vigilancia permanente, control absoluto del ojo que todo lo ve, de la manipulación informativa, de las advertencias amenazantes del Gran Hermano de George Orwell

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Josep Cuní

Josep Cuní

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Vivimos en una novela y somos sus protagonistas. Una obra coral que  despliega ante lo desconocido una pluralidad de situaciones, sentimientos y reacciones inimaginables. O no. Una obra de ciencia ficción que hace un tiempo, no demasiado, de haber caído en nuestras manos como libro nos hubiera parecido inverosímil. Incluso puede que la dejáramos a la mitad por excesiva, irracional, fruto de fantasías desbordantes canalizadoras de hechos abusivos, tensos, exasperantes. De los que ponen a sus víctimas al límite extrayendo de ellas lo mejor y lo peor.

Y aquí estamos. Viendo como las certezas de nuestra cotidianidad confinada nos sitúan entre aquellas líneas por entonces de dudosa probabilidad. En cambio, son ahora nuestras vidas las que conforman sus capítulos. Complejos, temerosos, claustrofóbicos. Con una sensación de estar bajo vigilancia permanente, control absoluto del ojo que todo lo ve, de la manipulación informativa, de las advertencias amenazantes del Gran Hermano del George Orwell de '1984'. Justo ahora que se celebran los 20 años del programa que cambió la historia reciente de la televisión. Dos décadas después que se iniciara el confinamiento voluntario de unos concursantes que, recordados hoy, fueron ángeles anunciadores de demonios posteriores.

El equivalente a la Habitación 101

Así, cuatro lustros más tarde de las aceradas críticas a Mercedes Milá por definir aquel proyecto como un estudio sociológico, nos vemos a nosotros mismos frente a la pantalla, encerrados y sometidos al permanente escrutinio colectivo y susceptibles candidatos a ser llamados al confesionario. El equivalente a la Habitación 101 del referente de la literatura universal. Allí donde se advierte al díscolo por saltarse las normas que nunca estuvieron claras para que, como escarmiento individual, el grupo tome nota y viva bajo el temor a ser señalado.

A la vez, se instruye a los padres sobre cómo deben acompañar a sus  hijos a la calle a partir de mañana. Cuánto tiempo, distancia y cautelas. Como si fueran unos despreocupados irresponsables. Igual que el resto del rebaño controlado, al parecer inhábil para ponerse una mascarilla sin curso de iniciación. Defensa para la que necesita tarjeta sanitaria mientras se discute sobre si nuestros próximos movimientos pueden depender de una aplicación del móvil que registraría la proximidad a un afectado, apestado, para impedirle subir al metro, entrar en un bar o acercarse a un estadio. Y todo por el bien de la salud pública, eufemismo que ni siquiera esconde el temor real: bloquear los centros hospitalarios en manos de un personal de excepción, entregado a la causa y para el que suenan los aplausos de las ocho como si esto bastara para compensarles del largo castigo al que se les ha sometido durante diez eternos años.        

Héroes de una tragedia griega

Sí, somos héroes de una tragedia griega amenazados por el coro mientras los enemigos del pueblo se aprovechan de nuestra actitud acrítica para sacar partido político, electoral, sectario, especulativo, laboral, económico, xenófobo. Y todo a partir del miedo, el cortafuegos social más eficaz.

Sabemos que las pandemias han sido grandes personajes de la historia. Y que durante siglos han protagonizado relatos, mitos y leyendas. Un mal invisible, como recordaba 'Le Monde' esta semana, capaz de matar más que una guerra. Un cataclismo que cuesta de aceptar y entender y que nos sitúa frente a otro gran riesgo: que a fuerza del temor inoculado nuestra libertad quede recortada un poco más. Por eso, en frase de Iñaki Gabilondo, mientras nos preguntamos cuándo saldremos a la calle no nos preguntamos cómo encontraremos la calle.