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Juan Fernández

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Como quien asiste al derrumbe de un edificio, las agencias encargadas de medir la calidad de los gobiernos llevan varios años avisando del progresivo deterioro de la democracia en todo el planeta, un clamor al que cada vez se unen más analistas y filósofos políticos. No falla: año tras año, no hay informe sobre los estándares democráticos de los países que no muestre un panorama más sombrío que el anterior, y ya es imposible visitar la sección de ciencia política de cualquier librería sin tropezar con algún nuevo ensayo que alerta del imparable declive de este sistema político o que, directamente, anuncia su desaparición. ¿Estamos asistiendo en directo a la muerte de la democracia y no nos hemos enterado?

Hace apenas una década, esta pregunta habría sonado extemporánea, pero en los últimos años se han empezado a acumular señales que hacen pensar que ese sistema de organización de la vida pública está malherido. Según el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional), desde 2016 más de la mitad de los países han manifestado retrocesos en alguna de las variables que permiten testar la salud de una democracia. 

Para llegar a esa conclusión, esta organización con sede en Estocolmo ha analizado aspectos como la situación de los derechos civiles, el respeto a la libertad de prensa, la solvencia de los procesos electorales o la separación de poderes, y en su última memoria, publicada recientemente, destaca que 2022 fue el sexto año consecutivo en el que hubo más estados que vieron deteriorarse sus indicadores democráticos que los que observaron mejorías, una racha negativa que no habían registrado en los 28 años de vida de esta entidad.

Retrocesos democráticos

Esta advertencia coincide con la que hacen otros estudios similares. Como el Índice de Democracia Global que elabora la revista The Economist, cuyo último baremo subraya que casi 80 países han experimentado retrocesos en sus estándares democráticos tras la pandemia. O el de la agencia Freedom House, que monitoriza el nivel de libertades públicas que hay en el planeta y ha concluido que estas se han visto mermadas en más 70 países los dos últimos años, un retroceso inédito en lo que llevamos de siglo. 

La última memoria del Instituto V-Dem -proyecto de la Universidad de Gotemburgo dedicado a testar las cualidades democráticas de los gobiernos- aportaba un dato demoledor: tras varias décadas de avances democráticos, hoy vuelve a vivir bajo regímenes autoritarios el mismo número de personas que en 1989: el 72% de la población mundial. Y no todos lo hacen con disgusto: según la última Encuesta Mundial de Valores –sondeo internacional realizado por científicos sociales de varias universidades- en los últimos cinco años la valoración popular de la democracia ha caído cinco puntos, hasta estancarse en el 47,4% de la población. Es decir: más de la mitad de los habitantes del planeta no creen hoy que ese sistema sea el mejor para regir sus países. 

¿Qué ha pasado para que el modelo de organización política al que hasta hace poco aspiraban todas las sociedades haya perdido su brillo? Las respuestas que ofrecen todos los ensayos de ciencia política y los analistas coinciden en señalar un mismo culpable: los altos índices de desigualdad que ha generado la globalización. «La globalización democratizó las expectativas de bienestar, pero no aportó herramientas para alcanzarlo. Esto ha provocado una brecha de frustración por donde ahora se cuelan los discursos populistas», explica Kevin Casas-Zamora, secretario general de IDEA. En opinión de este político retirado, que fue vicepresidente de Costa Rica entre 2006 y 2007, «la desigualdad está haciendo que la democracia deje de ser un proyecto común».

Si fueron regímenes democráticos los que alumbraron este escenario, sería exigible a esos mismos gobiernos que corrijan los desajustes, pero esta demanda se da de bruces con la otra gran trampa de la globalización: «Los perdedores han descubierto que las instituciones que ayer les dieron voz y les brindaron una buena vida, ahora son incapaces para gobernar una economía neoliberal de escala mundial que ya no conoce fronteras», argumenta el historiador británico Gary Gerstle, autor del ensayo 'Auge y caída del orden neoliberal', recientemente publicado por Península. 

Democracia ineficaz

A esta tesis se apunta el politólogo Lluis Orriols: «Cuando los ciudadanos ven que las decisiones no las toman los líderes a los que votan sino otras instancias superiores, acaban desconfiando del propio sistema democrático porque lo ven ineficaz», explica el autor de 'Democracia de trincheras', el ensayo en el que explica cómo el populismo y la polarización se están adueñando del ánimo y la voluntad de los electores. 

Al tiempo que el poder se visualiza como algo cada vez más lejano, la cultura digital, y muy especialmente las redes sociales, han situado al individuo en el centro del escenario y han dado altavoz a sus frustraciones. Según Ben Ansell, profesor de democracia institucional en el Nuffield College de la Universidad de Oxford, esto ha sacado a la luz una de las paradojas de la democracia: «No existe el poder del pueblo, porque la forma como tomamos decisiones personales dista de cómo tomamos las colectivas», explica en su reciente ensayo 'Por qué fracasa la política'. «Necesitamos más educación democrática para resolver esa contradicción», sugiere el pensador. 

¿Acabaremos viendo morir a la democracia? «La historia nos muestra que ningún sistema político es eterno», advierte Orriols. En el corto plazo, Kevin Casas-Zamora encuentra una señal para la esperanza: en el análisis que su agencia hace de las democracias actuales, hay un elemento que se muestra sólido: el activismo ciudadano. «La gente vota, se manifiesta, se implica, reclama sus derechos. La política se ha desplazado de las instituciones tradicionales a la calle. Hoy por hoy, la sociedad civil es la única que puede salvar a la democracia», aventura este analista.

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