Guerra en Europa

La coacción como rutina en las zonas ocupadas del sur de Ucrania

Vecinos de la región describen la vida en los territorios controlados por Rusia y las medidas adoptadas para rusificarlos

Stanislav vive junto a su mujer y su bebé en un refugio de Zaporiyia desde que escapara de Melitopol, una ciudad ocupada por los rusos.

Stanislav vive junto a su mujer y su bebé en un refugio de Zaporiyia desde que escapara de Melitopol, una ciudad ocupada por los rusos. / RICARDO MIR DE FRANCIA

Ricardo Mir de Francia

Ricardo Mir de Francia

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Tres días antes de que empezara el ‘referendo’ de anexión a Rusia en Ivanivka, un pequeño pueblo agrícola del este de Jersón, los soldados empezaron a repartir pasquines informativos y hasta “10.000 rublos en metálico” (160 euros) a todo aquel que se comprometiera a respaldar la adhesión. A diferencia de lo sucedido en las ciudades, las nuevas autoridades ni siquiera se tomaron allí la molestia de organizar colegios electorales. “Los soldados iban casa por casa llamando a las puertas y ellos mismos marcaban la casilla de todo aquel que abría. Mucha gente se escondió”, cuenta ahora Oleksander Pshperovsky, un ganadero de 54 años que aquel día se escabulló entre los trigales con su familia para que no los encontraran. “De unas 300 casas que somos solo abrieron 10”, apostilla. Una vez terminada la mascarada, el alcalde y los vecinos adheridos a la causa lo celebraron con una fiesta. 

Esa fue la traca final en Ivanivka de la anexión formal firmada días después por Vladímir Putin, una anexión que, según los resultados oficiales de las autoridades ocupantes, respaldó el 87% de la población de Jersón. En Zaporiya, Lugansk y Donetsk dieron números todavía más estratosféricos, llegando hasta el 99.2% en esta última provincia. Pero en Ivanivka todo había empezado mucho antes, alrededor de las diez de la mañana del fatídico 24 de febrero, fecha de inicio de la invasión rusa, poco después de que dejaran de cantar los gallos. ‘Pero, ¿qué hacen estos aquí?’, se preguntaron los vecinos aquel día, según Pshperovsky. “Llegaron rapidísimo porque entraron desde Crimea. La gente no entendía nada”. 

Desde entonces todo ha ido cambiando gradualmente a golpe de intimidación y doctrina. En las zonas ocupadas se ha introducido el rublo y en el currículum ruso en las escuelas. Se han distribuido decodificadores sin coste para ver la televisión rusa. Y se le ha dicho a la gente que no tendrá que devolver los préstamos contraídos con los bancos ucranianos. “La gente que no coopera con ellos, lo pierde todo”, dice Pshperovsky ya lejos de la tierra donde se crió. “Los comercios que se negaron a cooperar fueron saqueados, les quitaron las llaves y ordenaron a los dueños que se marcharan del pueblo”, añade con cara de circunstancias.  

Sótanos de tortura

En su caso se dedicó a agachar la cabeza, vivir de espaldas a los soldados y no meterse en problemas. Lo cual no evitó que le robaran tres cerdos y el mobiliario de la sauna. “A todos nos interrogaron, pero a algunos se los llevaban a los sótanos hasta hasta romperlos mentalmente para que declararan lealtad a Rusia”, explica en un relato repetido por otras fuentes. “Les daban palizas y descargas eléctricas tras bañarlos en agua. Eran especialmente duros con los veteranos de la guerra del Donbás”. 

Algo parecido cuenta Sergii Mukuriz, director de Soy Jersón, una casa de acogida situada en Zaporiyia para los ucranianos que han huido de la región. “El motivo principal por el que la gente se marcha es el terror. Muchos han visto como se llevaban a sus familiares. Les ponen una bolsa en la cabeza y desaparecen durante una semana, dos o un mes”, asegura. “Es muy común ver notas de desaparecidos pegadas al mobiliario urbano de las ciudades ocupadas”. Las mismas ciudades que las nuevas autoridades han empapelado con carteles publicitarios donde se puede leer “Somos un solo pueblo”, una de las frases preferidas de Putin, y “Estamos con Rusia”. 

Stanislav vivía en Melitopol, una pequeña ciudad a tiro de piedra del mar de Azov en la zona ocupada de Zaporiyia, con su mujer y su bebé recién nacido. “Hubo muchos saqueos y los precios se dispararon. Las medicinas, sobre todo, escasean”, afirma ahora este hombre tatuado de 26 años. Cada día tenía que cruzar varios puestos de control militar ruso para salir de la ciudad y llegar hasta la fábrica donde trabajaba como mecánico. “Si me tocaba un ruso, siempre me preguntaba si era un nazi o un fascista, en cambio los chechenos y los daguestanos eran mucho más educados”. Stanislav se acabó haciendo amigo de un soldado del Daguestán que le regaló dinero y pañales para su niño después de pedirle perdón por lo que estaba sucediendo. 

Pasaporte ruso

La gota que colmó el vaso para algunos, el motivo que empaquetó definitivamente sus maletas, fue la introducción del pasaporte y la ciudadanía rusa en los territorios ocupados. Todos los recién nacidos, así como los huérfanos, han pasado a ser rusos automáticamente. Para el resto es técnicamente es opcional, pero sin adoptarla no se puede registrar el coche, abrir un negocio o certificar una boda. A veces, ni siquiera ganarse la vida, como le pasó a Pshperovsky, el ganadero que criaba cerdos en Ivanivka. “Aceptas la ciudadanía o no puedes seguir trabajando. No hay otra opción. Por eso me marché, llevaba meses parado. Ahora se quedarán con mi casa y mis tierras, pero espero recuperarlas cuando Ucrania recupere la región”.

Un día después de llegar a Zaporiyia le llamó un vecino al que había dejado al cuidado de la casa. Algún colaboracionista había informado de su marcha. Le estaban buscando. “Entraron en mi casa y le dijeron a mi vecino que les daba 400 kilos de carne de mis cerdos o allí mismo le matarían de un disparo”, dice sin la menor mueca de espanto, propia del que ha normalizado la violencia como divisa diaria.

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