Gasolina y enfermeras
Celia Zafra. Responsable de comunicación de Save the Children.
En este punto del mapa, al sur del sur de Níger, el tema de conversación de junio a septiembre es el hambre. O el alimento y su falta, si quieren. Si hubiera bares, los parroquianos lo comentarían acodados en la barra. Pero aquí el debate se traslada a una estera en el suelo, si es que quedan fuerzas para hablar.
En esas esteras esperan las madres y las abuelas de los niños y niñas a los que el hambre casi ha derrotado; los que están ingresados en el centro de atención a la malnutrición aguda (CRENI, en sus siglas en francés) de Aguié. Hablan poco, en realidad, pero el tema lo cubre todo como el toldo que las protege del sol inclemente del verano africano. Saben lo que se avecina sin leer las cifras que estiman que el número de personas que pasarán hambre este año en Níger serán más del doble de las que lo hicieron el año pasado.
“Lo que estamos viendo es el antes de que ocurra lo peor”, dice Ibrahim Seydou, enfermero y responsable del centro. Lo peor se espera dentro de un mes, cuando los graneros estén vacíos de reservas y todavía falte mucho para recoger los frutos de la nueva cosecha, cada año menos abundante -cambio climático mediante-. “Necesitamos con urgencia dos cosas: gasolina y enfermeras. Gasolina para las ambulancias, porque el precio del combustible se ha disparado. En esta época de siembra que empieza, o vamos a buscar a los niños desnutridos allá donde están, o las madres no podrán traerlos. Muchos morirán en su espalda mientras ellas plantan las semillas”. Lo dice con calma, porque hace mucho de su primera vez.
Para mí esta sí es la primera vez que miro el hambre cara a cara. No nuestro apetito entre comidas, nuestro pequeño ruido en el estómago. El hambre con mayúscula, el hambre que no hay con qué saciar; el hambre que es demasiado tarde para saciar, aunque se quiera. Entro en la sala donde se atiende a los niños y niñas más graves. Apenas se mueven; sólo miran. Me miran. Yo sólo alcanzo a agarrarme a la estructura de la cama, para que me sostenga. Qué difícil sostenerles a ellos la mirada. Qué vergüenza siento de no poder acabar con esa fragilidad, de un plumazo, qué impotencia que no seamos capaces de cambiar todo lo que hace que el hambre tenga esos ojos.
8 de cada 10 niños que llegan aquí se recuperan. 8 de cada 10, me repito. 8 de cada 10. Hay que quedarse con eso, para avanzar, para creer. Pero los dos que faltan, faltan. Y cuando los pienso, me tengo que seguir agarrando a la cama.
Debajo de mi casa hay un supermercado. Lo veo cada día al ir a trabajar; lo visito dos o tres días a la semana. Pero aquí, la expresión “hacer la compra” simplemente no tiene sentido; no existe como concepto. Aquí sólo hay dos opciones: el autoabastecimiento o la ayuda humanitaria. Cuando las sequías se repiten y se alargan, solo queda la segunda. En eso estamos, en eso nos concentramos en Save the Children. Eso es lo que le responderemos a Seydou: “Aquí lo tienes, Seydou: gasolina y enfermeras”.
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