El milagro de Joe Biden
Ricardo Mir de Francia
Periodista
Especialista en política internacional y reportero. Fue corresponsal en Washington durante una década, donde cubrió las presidencias de Obama, Trump y los inicios de Biden. Antes estuvo otros seis años en Oriente Medio. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra y con estudios de posgrado en Derecho Internacional, se ocupa actualmente de la guerra en Ucrania. Interesado también en temas de investigación, geopolítica de la energía, cambio climático y economía.
Ricardo Mir de Francia
Parece que haya pasado una vida desde el mes de febrero, cuando el coronavirus era todavía una palabra extraña, el juicio político al presidente daba sus últimos coletazos y el inicio de las primarias demócratas acaparaba la atención política en Estados Unidos. Joe Biden hizo campaña en Davenport, una pequeña ciudad de Iowa. Unos pocos carteles medio enterrados en la nieve y un par de dibujos garabateados con el nombre del candidato anunciaban la entrada al mitin. Dentro había casi más periodistas que público, tan entrado en años que a uno de los asistentes le dio soponcio durante el acto. El vicepresidente de Barack Obama seguía siendo técnicamente el favorito para hacerse con la nominación, pero allí nadie se lo creía. No tenía chispa, público, ni mensaje y transmitía tanta fragilidad como una venerable porcelana a punto de romperse en mil pedazos.
“Es un buen hombre, pero su momento ha pasado”, dijeron con distintas palabras varios de los asistentes al mitin. Sus augurios no tardaron en confirmarse cuando llegaron los primeros votos: cuarto puesto en Iowa, quinto en New Hampshire, segundo en Nevada a más de 25 puntos de Bernie Sanders. “Retírate Joe Biden. New Hampshire demuestra que estás acabado”, titulaba ‘Business Insider’ en una de las muchas necrológicas precipitadas que se escribieron aquellos días. Su candidatura, por no tener, no tenía ni dinero, cuando el cielo se abrió para que Lázaro resucitara entre los muertos, en la última oportunidad que él mismo se había concedido antes de despedirse para siempre de la política para dar clases en la universidad y mimar a su fundación contra el cáncer.
Biden arrasó en Carolina del Sur gracias al voto negro y, en una conjunción astral de esas que solo se repiten cada 2.000 años, todos sus rivales moderados decidieron retirarse al unísono antes del Supermartes. En gran medida, por el pánico que generaba en el partido la candidatura socialista de Sanders. El Sr. Normal había ganado. Sin inspirar a las masas ni hacer nada particularmente reseñable, más que ser quién era, dar muchos abrazos y vender el legado de sus ocho años junto a Obama. Solo le faltaba pacificar al partido. Y ahí Biden demostró la inteligencia de los veteranos al crear grupos de trabajo con la izquierda demócrata para integrar algunas de sus ideas en su programa.
Desde entonces todo el partido ha remado en la misma dirección porque a ojos de la mitad del país esto no son unas elecciones sino una emergencia nacional. Y de tener los bolsillos agujereados, Biden pasó a tener la campaña mejor financiada de la historia, superando por mucho a la de Donald Trump, que al igual que cuatro años antes vuelve a jugar con desventaja. La mitad de los fondos, de pequeñas donaciones. Los picos en la recaudación coinciden con varios de los hitos de los últimos meses, según los datos del ‘New York Times’. El primero, tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía en Minneapolis; el segundo, tras la elección de Kamala Harris para acompañarle en el ‘ticket’ y, el tercero, tras la notable actuación de Biden en la Convención Demócrata del pasado agosto. Solo ese mes recaudó 364 millones de dólares, un récord que ha batido desde entonces.
Y de ahí a la recta final de la campaña, la más atípica de la historia por motivos obvios. Biden ha querido dar ejemplo con su comportamiento hacia la pandemia. Tanto para no poner en peligro su salud y la de sus seguidores como para dejar en evidencia la temeridad de su rival republicano, que ha seguido celebrando mítines multitudinarios (la mayoría al aire libre) como si el virus no existiera. Y el resultado ha sido a ratos una no-campaña. El demócrata se ha prodigado muy poco fuera de Delaware y, cuando lo ha hecho, ha vuelto casi siempre para dormir en su cama. Sus contados mítines se han celebrado con aforo reducido o con el público confinado en sus coches. Y su campaña ni siquiera ha abierto oficinas en muchos estados ni ha movilizado a esos ejércitos de voluntarios que en tiempos normales llaman a millones de puertas, a diferencia de lo que han hecho los republicanos.
Esa política ha privado al candidato de su fuerte, el contacto físico con la gente: sus cálidos apretones de manos, las confesiones al oído, los regalos y las sorpresas inesperadas a sus votantes. Pero también es posible que haya sido una suerte de bendición encubierta porque a sus 77 años Biden quizás no está para los trotes de la rigurosa carretera. (Su médico ha dicho que es un "saludable y vigoroso" hombre de su edad, capaz de desempeñar sus funciones como potencial presidente). Eso le ha permitido dejar que Trump se desgastara solo, incapaz de frenar la hemorragia económica y los estragos de la pandemia. La campaña ha sido un monólogo, en parte por la disciplina de Biden para eludir los errores de bulto, deslices y salidas de tono a los que acostumbra. Tampoco ha habido mucho escrutinio de su trayectoria política, al margen de la crónica judicial que le ha querido buscar Trump.
Al quitarse del medio, ha contribuido a que estas elecciones sean un referéndum sobre el presidente, lo que no hubiese sucedido de ser Sanders el candidato. El resultado del martes dirá si ha acertado en la estrategia o se ha equivocado rotundamente. Su vida es un compendio de grandes tragedias y momentos de una fortuna increíble. Este es de los últimos. Solo falta que se confirme el martes.
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