Análisis

¿Puede la revolución de febrero derivar en guerra?

ALLA HURSKA

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Al menos 26 muertos, cientos de heridos, ojos reventados, extremidades rotas,  nubes de humo negro y acre, cascos y bates de béisbol, cócteles molotov... No es un reportaje de guerra o un éxito cinematográfico: así están los ucranianos estos días. Este es el precio que deben pagar por unas ambiciones imperiales incumplidas y por la falta de disposición de las potencias regionales y globales a encontrar un consenso sobre el país. Docenas de mesas redondas, firmes compromisos y numerosas expresiones de «verdadera y profunda preocupación» por Ucrania son los únicos instrumentos que ha ofrecido la Unión Europea a los ucranianos, que no ansían mucho: solamente una vida normal y estabilidad, lo que hoy parece más lejos que nunca. No hay un bando al que culpar. No tiene mucho sentido apuntar con el dedo y buscar quién golpeó primero; ahora solo podemos ver ya una multitud frenética, una mezcolanza de extremistas, policías, antidisturbios, gente corriente que odia a los gobernantes y a sus propias vidas.

Dialéctica criminalizadora

Las autoridades, con Viktor Yanukóvich al frente, viven en un estado de paranoia y miedo visceral a perder sus beneficios y su poder, lo que explica el extendido, indiscriminado y desproporcionado uso de la fuerza y la suma crueldad  empleada contra los ciudadanos. Un amplio arsenal de antidisturbios y vehículos blindados, la toma de rehenes y el secuestro de heridos en los hospitales forman parte del despliegue de fuerza del Gobierno contra sus ciudadanos. Es lógico: dado su pasado más bien poco limpio, no es incomprensible que el presidente y su séquito recurran a una dialéctica criminalizadora. Las autoridades han llegado a declarar la guerra a su propia gente, tildada de terrorista y contra la que debe lucharse con todos los medios posibles. De acuerdo con las declaraciones del aparato de seguridad, Ucrania se ha convertido en una «zona de operaciones antiterroristas». Pese a la ocasional verborrea contra el proceso de integración europeo, algunos representantes de las élites gobernantes han salido de Ucrania en dirección a los muchas veces criticados países de la UE. La palma se la lleva, en este sentido, el antiguo primer ministro Mykola Azarov, que reside actualmente en Austria.

¿Qué debe hacer entonces la UE? Mientras Vladímir Putin permanece al margen disfrutando de su última criatura -los Juegos Olímpicos de Invierno de Sochi-, parece difícil que Europa pueda seguir ignorando a Ucrania por mucho más tiempo y se limite a la diplomacia de Twitter. Han pasado tres meses desde que eclosionó Euromaydan, y ahora parece evidente que anémicas medidas como anular visados o implementar sanciones contra las élites gobernantes apenas sirven para nada. Europa debe comprender que mientras lucha contra molinos de viento se arriesga a pasar por alto las principales amenazas: la guerra civil, la desintegración de Ucrania y el crecimiento de movimientos de extrema derecha radicales que ganan peso cada día que pasa.

POLITÓLOGA UCRANIANA