Análisis
Una gira presidencial con final previsto

Antoni Segura
Antoni SeguraCatedrático de Historia Contemporánea de la Universitat de Barcelona
ANTONIO SEGURA
El presidente Barack Obama ganó credibilidad en el mundo árabe con el discurso de El Cairo (2009) y al dejar caer a Hosni Mubarak para avalar una transición egipcia conducida por el Ejército y los Hermanos Musulmanes. También denunció -y lo ha vuelto a hacer estos días- la construcción de nuevos asentamientos en Cisjordania. Pero se opuso al reconocimiento de Palestina como nuevo Estado de las Naciones Unidas en el Consejo de Seguridad, lo que no impidió su admisión como Estado observador por la Asamblea General. La consecuencia de todo eso ha sido la parálisis de las negociaciones entre palestinos e israelís desde el 2010 y la pérdida de credibilidad en Israel y Palestina -y de rebote en el mundo árabe- en su segundo mandato, que es el que tradicionalmente han utilizado los presidentes estadounidenses (Clinton, Bush) para intentar abordar el proceso de paz.
En este ambiente enrarecido tiene lugar la gira de Obama por Israel, Cisjordania y Jordania, la etapa más relajada del viaje porque la fidelidad de Abdulá está fuera de dudas. Y en el trasfondo, la guerra civil siria, en la que los aliados de Washington mantienen posiciones enfrentadas (Turquía, Catar, Egipto y Arabia Saudí apoyan a la oposición al régimen de Bashar el Assad, mientras que Israel preferiría que nada cambiase), y la crisis por el programa nuclear iraní, en la que Washington sigue priorizando la vía diplomática frente a la intervención preventiva que defiende Binyamin Netanyahu.
La agenda no controlada
La gira no producirá avances notables, aunque Obama ha afirmado la necesidad de un proceso que contemple «la existencia de un Estado judío seguro y fuerte junto con un Estado palestino sólido». Servirá, eso sí, para suavizar tensiones con el nuevo Gobierno de Tel-Aviv y para pedir más paciencia a Mahmud Abbás (por supuesto, Gaza y Hamás no figuran en la agenda del viaje), y para apoyar las reformas -insuficientes- de Abdulá con el fin de evitar el efecto contaminante de las revueltas.
Pero hay una parte de la agenda que Washington y Tel-Aviv no controlan: por una parte, en la medida en que se impongan regímenes democráticos y de derecho en los países árabes (Túnez, Libia y, sobre todo, Egipto), las denuncias sobre la ocupación de los territorios palestinos ganarán legitimidad en la misma proporción que las perderá la posición israelí; pero por otra, al no ser ya el tema palestino el recurso de los viejos autócratas para tapar las deficiencias internas en libertades y derechos humanos perderá peso en las agendas de política exterior de los países árabes, con la consecuencia del enquistamiento del conflicto y el mantenimiento del actual statu quo favorable a Israel.
En conclusión, para garantizar la estabilidad futura de la región habría que acelerar la búsqueda de una solución política al conflicto palestino-israelí y llegar a acuerdos sobre cómo tratar la situación de Siria y la crisis con Irán. No parece, sin embargo, que Obama esté en condiciones de conseguir por ahora ninguno de estos objetivos.
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