CRÓNICA DESDE PARÍS
Vacaciones de otoño para Camille
Suerte que llegan las vacaciones, porque mi hija Camille está agotada, le cuesta concentrarse. ¡No puede más la pobre!
-Pero Laurence, si apenas hace dos meses que empezó el curso…
-¡Justamente! Nosotros también estamos estresados, necesitamos desconectar.
-Vaya…
-Menos mal que nos vamos una semana a Normandía. ¿A dónde vais vosotros?
-Verás, Laurence, en mi país no existen las vacaciones de otoño y los trabajadores no disponen de tantos festivos como los franceses.
-¡No me digas! ¿Y cómo aguantáis?
Hace poco mantuve esta conversación con Laurence, cargo medio en los ferrocarriles de cercanías de París, casada con un responsable de la misma empresa y madre de una robusta niña de 8 años. Ambos tienen estatus de funcionarios, lo que significa que están sujetos al régimen laboral de 35 horas semanales. Como en razón de su trabajo sus jornadas son más largas, las horas que acumulan se traducen en días de fiesta. Su situación no tiene nada de excepcional. Uno de cada cuatro franceses trabaja para la Administración o para una sociedad que depende del Estado.
Así que hoy, muchos franceses empezarán -si la protesta por la reforma de las pensiones lo permite- las vacaciones de otoño, más conocidas como la Toussaint (Todos los Santos), nombre perfectamente contradictorio en un país que hace bandera de la laicidad. Pero aquí, lo que cuenta, son los descansos marcados por un calendario escolar inspirado por los especialistas del ritmo biológico infantil, especie casi tan venerada en Francia como los filósofos.
En su día dictaminaron que los alumnos necesitaban recuperarse del esfuerzo del aprendizaje cuatro veces durante el curso: 10 días en otoño, 15 en Navidad, 15 en invierno y 15 en primavera. Y juzgaron preferible hacer una pausa a media semana a cambio de algún sábado lectivo por la mañana. Avalaron así la fiesta de los miércoles en la enseñanza primaria, cuyo origen responde a un pacto con la Iglesia. La religión quedaba desterrada de la escuela pública pero el tercer día de la semana se liberaba para que los creyentes enviaran a sus hijos al catecismo. Con el tiempo, esta incongruencia con el mundo adulto se tradujo en un absentismo insostenible en las aulas. Hasta que hace dos años el Gobierno abolió los sábados.
Pese a que nada impide habilitar los miércoles, la gran mayoría de centros ha implantado la semana de cuatro días. Los cronobiologistas han puesto el grito en el cielo, pero cualquiera se atreve a tocar los derechos adquiridos de los profesores y la organización social que generan: desde el servicio municipal de acogida -de pago- y las numerosas instituciones que viven de montar actividades a la reducción de jornada de muchos padres con el argumento de que sus hijos no tienen clase.
El Gobierno anda con pies de plomo. Ante el riesgo de que una reforma provoque una nueva revuelta, ha optado por impulsar un gran debate sobre el calendario escolar. Los especialistas plantean acortar los dos meses de las vacaciones de verano para prolongar los paréntesis a lo largo del año, lo que permitiría a la hija de Laurence tener más días para recuperarse de su agotamiento. Pero nadie parece preguntarse si, con tantos días de descanso, Francia no estará creando una sociedad cada vez menos resistente al esfuerzo.
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