CRÓNICA DESDE PETRA

Las cuevas nabateas tienen dueño

Una mujer beduina en Petra.

Una mujer beduina en Petra.

Ricardo Mir de Francia

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La antigua ciudad nabatea de Petra, situada al sur de Jordania, parece sacada de un sueño. Palacios, templos y tumbas funerarias talladas en la roca copan las colinas de arenisca e irrumpen en las revueltas de los desfiladeros. Algunos parecen monumentos de caramelo. Más de 2.000 lametones de viento y agua han desfigurado sus formas, derritiendo las cornisas y desdibujando la ornamentación. Aun así sigue siendo un ejemplo insuperable de cómo el hombre es capaz de adaptar el medio a sus necesidades sin destruirlo.

Petra parece también la obra de un ejército de topos. Miles de cuevas y oquedades tachonan las montañas de Wadi Musa. Ejercen de salones y antecámaras rústicas de sus palacios y necrópolis. Todas esas cuevas tienen dueño. Varios clanes beduinos, dedicados al pastoreo y a la agricultura de subsistencia, las han ocupado durante siglos. Algunas se empleaban como vivienda, otras como corrales para el ganado o como almacenes. Hasta que en los años 80, el Gobierno jordano tomó la decisión de realojar a la fuerza a los beduinos de Petra fuera de la ciudad nabatea. La UNESCO se disponía a declararla Patrimonio Mundial y alguien pensó que aquellas gentes testarudas, descalzas y de pelos hirsutos darían mala imagen frente a los turistas. O quizás, solamente, quiso monopolizar el filón económico.

Para los beduinos fue un drama. Acostumbrados a pasar los veranos al raso en jaimas acunadas por la cálida brisa del desierto, y a recogerse en invierno en las cuevas de sus antepasados, pasaron a vivir en pequeños pisos ardientes de hormigón. Pura claustrofobia para los gitanos del oriente monoteísta. Uno me contó cómo pasó las primeras noches de su nueva vida llorando. Echaba de menos el reflejo de las estrellas y el olor almizclado de la tierra.

Su urbanización forzosa rompió también la vida comunitaria del clan. La familia extendida tuvo que distribuirse en los apartamentos de los dos núcleos urbanos construidos ex profeso por el Gobierno jordano. De la noche a la mañana, pagaban impuestos y recibos de  agua y luz.

La mayoría abandonó el pastoreo para limpiar habitaciones, servir mesas o cargar maletas a cambio de sueldos raquíticos en los hoteles y restaurantes levantados en el pueblo de Wadi Musa, mientras el Estado hachemita ingresa millones de dinares cada año por la explotación del parque arqueológico.

La tragedia de los beduinos de Petra no es muy distinta a la de sus parientes en Egipto e Israel. En el país de Mubarak, el Estado se apropió de sus tierras en el Sinaí para levantar hoteles suntuosos junto al mar Rojo. En el Estado judío, muchos fueron expulsados de sus predios para construir asentamientos (Maale Adumim) o realojados en decadentes núcleos urbanos (Rahat) en el desierto del Negev para dejar espacio a infraestructuras e industrias capaces de estimular la emigración interna de los judíos. Hoy en Petra el visitante encontrará algunos beduinos pululando por las ruinas nabateas. Se ocupan de las tiendas de recuerdos, de los puestos de refrescos o de las calesas. Pero no son más que figurantes en el decorado suntuoso de un gran museo al aire libre.