Clos el africano

La vida del exalcalde de Barcelona en Kenia

Joan Clos toma nota de la realidad urbanística de Kibali, un poblado chabolista de Nairobi, junto a trabajadores de distintos proyectos.

Joan Clos toma nota de la realidad urbanística de Kibali, un poblado chabolista de Nairobi, junto a trabajadores de distintos proyectos.

JAVIER TRIANA

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Está al frente de ONU Hábitat, la agencia de Naciones Unidas encargada de la planificación urbana con sede en Nairobi, la capital de Kenia. Cuando su agenda se lo permite, Joan Clos explora la vida salvaje africana o sobrevuela el país en avioneta. También planea sobre la vida política española y catalana. Observa, pero no opina.

Cuando lo cotidiano es que los monos entren a robar comida al edificio en el que trabajas, hay algo que va extremadamente mal o especialmente bien en tu vida. Y después de haber sido alcalde, ministro y embajador, el caso de Joan Clos (Parets del Vallès, 1949) parece apuntar más a lo segundo. Quizá los primates que entraran en sus anteriores despachos fueran de otro tipo, revestidos de otro pelaje y con otras intenciones, pero los que rondan el complejo de ONU Hábitat en Nairobi son colobos de los de verdad. «¡Mira, mira! ¡Ahí entra uno en el segundo piso!», señala el exalcalde barcelonés durante un garbeo por el extenso recinto que Naciones Unidas tiene en la capital keniana. Ana Moreno, su celosa jefa de prensa, observa la escena a unos metros de distancia. «Es que me dan miedo; me han atacado ya varias veces».«A los hombres no nos hacen nada –la disculpa su jefe–, pero a las mujeres les enseñan los dientes».

No es que en Nairobi la gente vaya a la oficina a lomos de un rinoceronte –de hecho, esta ciudad de algo más de tres millones de habitantes es célebre por sus atascos–, pero en el lujoso norte de la urbe, donde se asientan amplias casas ajardinadas para estos funcionarios internacionales, los monos campan por encima de villas de embajadores y demás expatriados de postín, y saltan de árbol en árbol sin problemas. Como las ardillas en la España de antes de la burbuja inmobiliaria. Más por casualidad que otra cosa, se trata de una fiebre, la del ladrillo, que carcome ahora a la ciudad africana en la que reside quien, desde octubre del 2010, ejerce como director ejecutivo de la agencia de la ONU encargada de la planificación urbana.

Se trata del español con un cargo más alto en la jerarquía de Naciones Unidas, y con rango de secretario general adjunto. Con estas premisas, la pregunta surge casi sola: ¿cómo se llega hasta un puesto así? Clos se lo piensa mientras arranca un poco a trompicones: «Mira, por... una combinación de... de... carrera, haber trabajado muchos años en una ciudad que ha tenido una repercusión mundial, con un mensaje claro en relación a la urbanización, y luego con una vocación de servicio público. Una mezcla de todo, ¿no? Y también las circunstancias de la vida. Ya con los años vas viendo que hay muchos elementos que provienen de encuentros azarosos, pero siempre con un sustrato de interés y de apreciación por un tema. En este caso, la buena urbanización».

Asesorar al globo

En esencia, Hábitat se dedica, desde su sede de Nairobi y demás sucursales por el mundo, a asesorar a los gobiernos de todo el globo que lo soliciten sobre economía y legislación urbanas. Sobre este último aspecto, el director ejecutivo de este organismo de la ONU ha querido incidir con fuerza, dada su experiencia barcelonesa.

Para desgracia de Clos, Nairobi no es precisamente Barcelona, una ciudad que, vista desde el este de África, le parece «el paraíso terrenal». Echa de menos el estándar de servicios barcelonés y la seguridad del espacio público, el placer de poder pasear por la ciudad, el no moverse en una burbuja de expatriados o el que el suministro eléctrico no se corte de forma habitual. La planificación urbana es un concepto casi inexistente en la capital keniana–si la hay, siempre se puede sortear con un buen soborno–, y el resultado son barrabasadas arquitectónicas, embotellamientos infinitos y basura a cada paso. No es solo eso. Nairobi también son árboles inabarcables y magníficos atardeceres. La naturaleza es de lo que más seduce al exembajador de su «vida africana», y la trata de aprovechar en cuanto tiene un hueco.

El pasado año, durante la maravilla natural de la gran migración animal entre el Serengueti tanzano y el Maasai Mara, en Kenia, Clos acudió con su mujer –con quien vive en Nairobi– y sus dos hijos al exclusivo Enkewa Mara Camp para disfrutarlo en persona. «Me gusta mucho el guepardo. Es este depredador mucho más delgadito que el leopardo, con una cola mucho más larga, y uno de los animales más rápidos. Verlo correr persiguiendo una presa, con la cola plana, que es como una prolongación de la espalda, es un espectáculo».

El dueño del campamento en el que se alojó la familia, José Serrano, cuenta que también gozó con las croquetas de un picnic. «Vimos a los ñúes y las cebras cruzar el río, y luego nos fuimos a comer en medio de la sabana, que ese día habíamos preparado un almuerzo español. Como había cantidad de animales, el campo estaba lleno moscas, y él lo soportó con mucha filosofía», explica.

La paciencia es justamente una de las cualidades que más destaca Clos de entre las aprendidas desde su llegada a Kenia. «No queda más remedio –dice con cierta resignación–. Aquí el tiempo no se mide con cronómetro, ni con minutero. El cuarto de hora quizá sea la unidad de tiempo más pequeña». La medida elástica del tiempo en África es un tema muy recurrente y, a riesgo de generalizar, podría dar para una tesis. El otro director ejecutivo de ONU en Nairobi, su colega germano-brasileño Achim Steiner (del Programa de la ONU para el Medio Ambiente), trató en una ocasión de justificar un retraso de una hora en su comparecencia en rueda de prensa con la siguiente historieta: «Un amigo keniano me dijo una vez que le resultaba cómico que los suizos estuvieran tan orgullosos de sus relojes. No obstante –le aseguró a Steiner su compañero– nosotros, en África, tenemos el tiempo». Y todos los presentes lo encajaron sin demasiada molestia. Para el exministro, «esto va bien, tiene sus aspectos positivos... quizá no eres tan productivo, entre comillas, como en Occidente, pero tienen una calidad de vida que, en este aspecto, es mejor».

Sin embargo, Clos no descuida el tiempo. Y lo tiene controlado con un reloj a juego con sus gafas verdes. «Aquí empezamos a trabajar a las ocho y media y terminamos a las ocho y media (de la tarde)». No parecer ser un farol, ya que un miembro de su equipo asegura que, muchos días, la agenda de Clos se asemeja bastante a la última fase del tetris. Además de reuniones, trabajo de oficina, cócteles en alguna embajada y compromisos varios, se suman los viajes de trabajo en el extranjero, muy habitualmente intercontinentales. «¿Ocio cotidiano? No sé qué es eso. Es todo en verano, o en vacaciones, o en un vuelo de estos que duran 12 horas...». Sin ir más lejos, la misma noche del día de la entrevista, el 20 de noviembre, vuela a Nueva York por trabajo.

La lección barcelonesa

Pero esta no es la etapa que considera más intensa. «La vida que te exige más entrega física, mental y personal, porque es muy constante, es la de alcalde. Es una pasión total, la que te da más disgustos y más alegrías. Las otras tienen un mayor componente técnico», reflexiona.Ahora aplica las enseñanzas de esa experiencia en Barcelona en el cargo actual y, en particular, «el aprecio por el espacio público». Vincula la carencia de ese espacio a la pobreza, y compara esta falta con una enfermedad que afecta a muchas ciudades, entre ellas las del África subsahariana.

La mayor parte de la población urbana de Nairobi, entre otras capitales de la región, vive apiñada en chabolas, en desorganizados barrios teóricamente peligrosos de los que Clos sostiene ser conocedor, puesto que la organización que dirige desarrolla en ellos algunos proyectos. «Estamos como se estaba en Europa hace 100 o 200 años, donde el lavabo era una pieza que no estaba en la casa, sino fuera. Y es colectivo. Recuerdo de joven haber visto algunos baños públicos en Barcelona, creo que en la plaza de Urquinaona, y que eran muy utilizados. Ahora me encuentro construyendo esta clase de equipamientos». A este mal urbanístico, alguien con formación de anestesista y epidemiólogo, quiere ponerle remedio. «Es una de las formas de medir la temperatura de la ciudad. Si tienes un espacio público por debajo del 20%, el enfermo está grave. Y si es por debajo del 10%, es muy grave –explica–. Pero no es una cosa que se pueda arreglar con una intervención de dos horas. Aquí las analogías se terminan. Se necesita otra cosa que es a veces más difícil: consistencia, contundencia y constancia. Hay que estar ahí apretando en la misma dirección mucho tiempo».

El discurso de «la ciudad que va al médico» triunfa entre sus compañeros, que celebran la ocurrencia a carcajadas. «Me parece un buen orador. No es el típico que te lee un discurso», apunta una traductora que ha trabajado con él en varias ocasiones y que prefiere el anonimato. Su inglés con fuerte acento español –aunque en un nivel muy superior al de Ana Botella– puede que sea el contrapunto a este desparpajo.

Tampoco es que la vigilancia permanente de su jefa de prensa durante la entrevista le haga soltarse en exceso esta vez, pero sí se relaja algo más hablando de lo que considera «una pasión de juventud»: la aviación. De joven pensó que, si en el siglo XX los humanos habían aprendido a volar, él no podía ser menos.

«Vuelo mucho menos de lo que me gustaría, porque volar en Kenia es muy bonito. Los novelistas lo han explicado en Memorias de África y otras visiones románticas. Pero, lamentablemente, no puedo volar con mucha asiduidad porque el trabajo me tiene ahora bastante pillado». Cuando convergen las condiciones necesarias para que él y un amigo despeguen en su avioneta, levantan el vuelo en las inmediaciones del Ecuador y sobrevuelan el imponente Monte Kenia o el espectacular Valle del Rift. 

Con los pies en el suelo, ha visto también el lago Victoria, origen del Nilo Blanco, cuyas fuentes provocaron más de una jaqueca a los exploradores occidentales, o las amenazadas poblaciones de gorilas de montaña que habitan la esquina que une Ruanda con Uganda y el Congo. Y la paradisíaca isla tanzana de Zanzíbar, en plena costa suajili.

Se despide con un «que vagi bé», y confiesa que no sabría hacerlo en suajili. «Pues aparte del ‘karibu’ [bienvenido] y el ‘asante sana’ [muchas gracias], no sé mucho más. No he tenido tiempo de aprenderlo. De todas formas, sí que me gusta saber del suajili, aunque no sepa suajili».