Análisis
Un mar de adrenalina y testosterona
Martí Perarnau
Periodista
MARTÍ PERARNAU
A estas horas no hay pruebas concluyentes de que Luiz Felipe Scolari, nacido en Rio Grande do Sul, en vez de seleccionador brasileño de fútbol sea en realidad embajador de fútbol americano en Brasil, pero hay un montón de indicios que señalan en esa dirección. Ciento veinte minutos de indicios, concretamente. Balón del quarterback al receptor y vuelta a empezar.
Por supuesto, es una exageración y una broma.
Es posible que Brasil gane este Mundial. Muy posible. Visto cómo sus hombres y mujeres entonan el himno nacional no cabe duda acerca de la pasión que sienten y del ansia que les impulsa hacia dicho triunfo. Más que desear el título, se diría que lo necesitan vitalmente. Hay himnos que se tararean por lo bajo, algunos que se cantan a pulmón y, finalmente, en el de Brasil parece estar en juego la vida misma. Lo mejor que hicieron los futbolistas de Scolari sucedió antes y después del partido. Antes se dejaron alma, garganta y vida en el himno. Después, lloraron cataratas de lágrimas como si en lugar de una tanda de penaltis hubiera terminado la telenovela del año. Entre ambos relámpagos emocionantes apenas hubo nada.
Esto es lo que hay
¿Fue por la presión ambiental? ¿Fue un plan de juego preconcebido? ¿Fue por culpa del corajudo Chile? No lo sé, pero fue. Fue la nada, salpimentada con algún destello fugaz, tan minimalista que casi pasó desapercibido dentro de un mar de adrenalina y testosterona. Apenas el genio impetuoso y guadianesco de Neymar, algún eslalon de ese Alberto Tomba sin esquís llamado Hulk o la esperanza perpetua en un balón por alto frente a los bajitos chilenos. Poquísimo para la patria de Garrincha y Pelé, pero se supone que así es la propuesta vencedora de Scolari, con lo que caben escasos reproches serios al entrenador. Hace tanto tiempo que el fútbol brasileño migró hacia otros laberintos que ya no son horas de recordar cómo era aquello en sus épocas doradas, ni de atribuirle a Scolari más responsabilidad que la puntual, que ya es, porque para jugar como jugó ayer su equipo hay que entrenarse mucho. Hoy, el fútbol brasileño es como es y no hay más. Al que no le guste, que rebusque en sus viejos álbumes de cromos.
En el otro banquillo, Jorge Sampaoli y sus chilenos se van del Mundial, pero se van siendo recordados. Lo serán, básicamente, por su juego sin miedo. El seleccionador heredó una excelente base de futbolistas bien organizados y la ha potenciado de manera notable a pesar de jugarse los cuartos contra el anfitrión con Vidal y Medel mermados en grado máximo.
No puede decirse que sea la selección con mejor técnica individual del torneo, ni la más certera en los remates, ni la más espléndida en la construcción del juego, y desde luego sus lanzamientos de penalti son manifiestamente mejorables, pero posee tres virtudes a las que no renuncia: una organización táctica de alta categoría, un ímpetu inagotable y la ausencia de miedo. Solo alguien sin miedo puede ordenar que Gary Medel vigile en los saques de esquina a Jô, un delantero que le saca toda la cabeza.
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