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Ayer me desperté contenta. "Un día como hoy di a luz por segunda vez", me dije. Aquel agosto de 1985 fue caluroso y bochornoso, como todos los veranos en Lleida, pero tranquilo y esperanzado. Vivíamos en una Catalunya en paz, en una España ya casi acostumbrada a la democracia. No conocíamos las palabras yihadismo ni radicalismo. Ni falta que nos hacía.
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Hoy, 32 años después -y un día- el calor se ha transformado en indignación, consternación, tristeza. Por la mañana abracé a mi hija, felicitándola. Por la tarde hubiera querido abrazar a todos los padres y madres que sufren el dolor más grande que se puede sentir en una vida. Vidas fragmentadas, omitidas por algunos que, entonces, ni siquiera habían nacido. Aunque cuando lo hicieran, dejaron de ver la luz en algún punto del camino. Y pasaron de ser hijos, hermanos o nietos ¿a qué?
Mañana, miraré al cielo de Barcelona -todos debemos de hacerlo- para celebrar la vida, para seguir sin miedo. Y no olvidaré que allí, ahora, hay más ángeles, que no habrán de soplar las velas.