La contraportada

Cómo comportarse en... un concierto de verano

De cómo entender el código que oscila entre la jarra de plástico y la copa de cava y de cómo encarar el baile como un exorcismo o como una desazón.

Asistentes en el Pla d’en Sala durante el Canet Rock 022. / FERRAN SENDRA

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Josep Maria Fonalleras
Josep Maria Fonalleras

Escritor

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Ahora que, más o menos, ya hemos dejado atrás la pandemia, que será un aperitivo de las desgracias microscópicas que vienen, y mientras esperamos el advenimiento de las macroscópicas desgracias, es decir, del Juicio Final, nos dedicamos a “bailar hasta que todo esto acabe”. Es una pintada que recientemente he visto bajo un puente y que resume el espíritu de los tiempos. Parece ser que no nos queda otro remedio que esforzarnos por ahuyentar los fantasmas de todas las crisis que nos amenazan y nos atenazan. Y aprovechar los pocos minutos que restan para que el mundo se convierta en el horno definitivo que se vislumbra en el horizonte. Es decir, exorcismo o desazón. Los conciertos de verano reúnen estas dos condiciones, en el bien entendido que hablo, por supuesto, de los multitudinarios, de los que acumulan sudor y adrenalina, de los que sales desquiciado por el ritmo y desasosegado por tanto bailoteo. No estoy seguro de que los asistentes a este tipo de actos participen, todos ellos, de la propuesta que vi bajo el puente, ni que, por supuesto, piensen que deben esforzarse al máximo hasta que todo estalle. Es muy probable que solo quieran bailar hasta decir basta, y más allá, pero también es cierto que a las ganas de volver a salir sin restricciones ni mascarillas se junta la vaga referencia (difusa, pero tangible) de la incertidumbre cósmica.

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Cuando estás en medio de uno de estos conciertos, no piensas en el fin de los días, sino en la cola que habrá en el mostrador de las cervezas. La obsesión por la hecatombe universal se diluye ante la espuma blanca que sorbes con vehemencia y que, al final, consigues como un hito histórico. Esto, si se trata de algo majestuoso y espectacular, como el de Iron Maiden o el de Rosalía, mientras te mueves por la pista invocando al diablo o rehaciendo la historia de los boleros ('Despechá' es un remake contemporáneo de 'No me trates así') con cueros y 'tras, tras'. Luego están los conciertos que se venden con localidades numeradas y asientos en la pista, que se demuestran inútiles cuando Iggy Pop, por ejemplo, empieza a cantar que “veremos el cielo brillante y hueco”. No es lo mismo asistir a la exhibición de la iguana, con esa piel que es una cartografía de las rendijas, los despeñaderos y los abismos de la existencia, que hacerlo en la Canónica de Santa Maria de Vilabertran mientras Matthias Goerne interpreta a Schubert. Son cosas distintas. Tienen en común que todo ocurre en verano.

Tengo la teoría de que una vez comprada la entrada, justo en ese momento, ya calculas cómo irás vestido y qué comportamiento tendrás durante las dos o tres horas que durará el espectáculo. Ya sabes qué camiseta te vas a poner o si conviene que utilices la americana de lino que guardas para las grandes ocasiones. Esto, claro, en caso de que seas ecléctico y que tanto puedas disfrutar con Ruben Blades, con Pink Martini o con una ópera de Haëndel. Si eres monotemático, no hace falta que te esfuerces, todo está previsto. Hay un código de vestimenta que oscila entre la jarra de plástico y la copa de cava, entre el bocadillo de lomo grasiento y el sushi sofisticado con esencias mediterráneas. Se trata de conocerlo y de no errar el tiro. La cuestión es bailar, por dentro o por fuera, serenamente o como un loco, con obnubilación milenarista o con la proeza del cuerpo que se reconoce y se desbrava. Bailar.

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