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Lola, la garcilla que se enganchó a la tortilla de patata

Esta es la historia de una garcilla bueyera, la parroquia del bar Versalles de les Corts y un perro pastor de los Pirineos en un papel secundario. Con un vídeo que es puro Berlanga. O 'Amanece que no es poco'.

miniatura garza lola

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Ernest Alós
Ernest Alós

Coordinador de Opinión y Participación

Especialista en Escribo, cuando puedo, sobre historia, literatura fantástica y de ciencia ficción, ornitología, lenguas, fotografía o Barcelona

Escribe desde Barcelona

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Lola se pasa el día en el bar. Aparece sobre las 10 hecha un cristo y de allí no se mueve. Come lo que le dan los clientes, que le han cogido cariño. Y deja pasar las horas hasta que, cuando el sol baja, desaparece. Lola sufre de un serio problema de adicciones. Pero a la tortilla de patata y las tiras de bacon. Porque Lola no es la protagonista de una canción de mala vida. Es una garcilla bueyera que desde febrero del 2020, hará ya casi año y medio y sin faltar ni un solo día, se ha convertido en un miembro más de la familia del bar Versalles, en la calle Alfambra, junto al Campus Nord de la UPC. Allí llega puntual cada mañana en busca de su pincho de tortilla de patata. Y lo que surja. El cazo de agua ya lo tiene preparado. Carles, socarrón personaje que se define como “un cliente que echa una mano en el bar”, explica el flechazo. “Lola tiene cierto carisma”.

Aviso: antes de entrar en materia: la peripecia de Lola por el bar de la calle Alfambra ha servido para que Carlos de Diego y Pau Soler se hayan marcado un vídeo que es puro Berlanga en 2 minutos y 10 segundos. Un ‘Amanece que no es poco’ que puede convertir a Lola en una leyenda, o en una epopeya si nos juntamos varios.

Lola, la garza que se pasa todo el día en el bar con barra libre. / Carlos de Diego/ZML

Las garcillas bueyeras (primer inciso zoológico) fueron una vez un ave estrictamente africana, especializada en desparasitar a los bueyes de agua. Pero hace un siglo por lo menos decidieron ver mundo e instalarse en nuevas tierras. Lola parece bien adaptada. “Es muy española. Se puede pasar el día entero en el bar a barra libre”, dice Carles. Un dietista de garcillas le diría que no se saliera del menú que le corresponde a su especie: garrapatas, moscas y pulgas, escarabajos, si está en zonas húmedas, ranas y pececillos. Pero Lola se ha viciado desde que encontró cobijo en el Versalles, “el día que unos chavales le querían dar unas patadas”, explica Carles, y en el bar la acogieron mimando con exquisiteces a la desvalida ave. “Un día llegó Lola. Primero tenía mucho miedo y no se acercaba a nadie y cada vez se iba acercando más. Y ahora Lola es del barrio”, resume Rafi, una clienta con la que se entiende particularmente bien. A los que les tiene confianza, cuando se van los sigue. Aunque con Lola, se mira pero no se toca.

En lo de comer, Lola es muy suya. “Le dimos pescado, que es lo que debería comer, pero nada. Lo que más le gusta es la tortilla de patatas. Y las tiras de bacon. Como tiene el cuello todo largo, lo tira para atrás y para dentro, toda entera”, se justifica la cocinera, María.

Hagamos una pregunta seria. ¿Con cebolla o sin? Lola es lista: con. Otras cosas caen, aunque del pan mojado pasa bastante. Aún hay clases, entre una garcilla bueyera y un pato de estanque urbano. “Incluso alguna vez ha comido restos de pollo, sin ninguna consideración por el parentesco”, añade Carlos, una máquina de lanzar frases dignas de un guion de José Luis Cuerda.

Quien nos alertó de la historia de Lola fue Jordi Serrallonga, el naturalista de L’Hospitalet que igual sigue pinzones en las Galápagos, culturas cazadoras recolectoras en África o ardeidas urbanizadas en Pedralbes. El día que pasó por el bar Versalles se topó con un rifirrafe entre la garcilla y un perro pastor del Pirineo, Athos. El mastín parece que le tiene algo de pelusilla a Lola, y esa tarde se las tuvieron por la tortilla de patatas, con la previsible victoria de Athos, pese a que su propietaria le riñó por quitarle la comida de la boca a la niña mimada del bar Versalles. “Parecen Piolín y Silvestre”, me explicaba Jordi por Whatsapp. Lola también se las tiene con las gaviotas (a ellas sí las mantiene a raya porque, dice Carles, tiene un carácter "algo especial”) y con otros perros (y allí lleva las de perder). En caso de acoso canino, Lola se sube a un coche. Y si el coche arranca, ni se mueve del techo del vehículo “y se va calle abajo como si desfilase por los Campos Eliseos”. Lola, la Charles de Gaulle de las aves zancudas. Bien mirado, el general en su estirado porte algo de garza real. O de grulla.

Un contrito Athos, y Lola, controlándose a distancia.

/ Jordi Serrallonga

La historia del mastín Athos y la chulilla de la garcilla Lola prometía. Pero tras hacer un poco de trabajo de campus en las inmediaciones de la UPC, el celoso Athos se ha quedado con un triste papel de secundario en la historia. Y el protagonismo absoluto es para la garcilla Lola, en dura competencia con la parroquia del bar Versalles, que quizá algún día merecería un capítulo aparte.

Antes mencionábamos el ‘Amanece que no es poco’ de José Luis Cuerda. Ahora toca parafrasearlo.

Si cualquiera de los habituales nos espetase “¿Es que no sabe usted que en este bar es verdadera devoción lo que hay por Gerald Durrell?” no nos debería extrañar lo más mínimo. Bueno, devoción por Lola también.

Carles y Rafi han observado atentamente los hábitos de deglución de la garcilla, como naturalistas aficionados. Todo lo que come lo ha de pasar antes por el balde de agua, y allí lo pesca. “Es lo que le queda del instinto", suspira Serrallonga. Porque (inciso pedagógico): no den de comer marranadas a los pájaros, por favor. Con una Lola basta.

Y a todo eso, se preguntarán, ¿por qué llaman Lola a Lola? Hay unas ciertas discrepancias al respecto.

Carles explica que, antes que a Lola, tuvieron adoptado a Lolo, una cotorra argentina que cogió cariño al personal del bar, que incluso a veces volvían a casa con el lorito encaramado en la coronilla. Pero Lolo algún día encontró familia biológica y se fue. Y cuando llegó la garcilla, le tocó ser Lola.

“Aunque no sé si es Lola o Lolo, porque si ser sexador de pollos es difícil, imagínate ser sexador de garcillas”, reconoce Carles.

Rafi dice en cambio que la bautizó en honor a la canción de Pastora.

“No me llames Dolores, llámame Lola, la que siempre va sola por Barcelona buscando follón”.

Porque esta es otra. ¿Por dónde va Lola las horas que no está acodada en la barra del bar? ¿Por qué aparece sobre las 10 de la mañana cada día sucia, con las plumas desordenadas, con cara de calavera buscando el primer carajillo del día? ¿O el poco lucido plumaje es consecuencia del exceso de colesterol en su dieta? ¿Se va por la noche buscando follón, aunque las patas oscuras, en lugar de amarillas o rojizas, indicarían que no es aún un individuo maduro en pleno frenesí reproductivo? En cambio, ya le asoman esas plumas nupciales anaranjadas: a falta de un criterio experto, diríamos que Lola es una garcilla en la edad del pavo.

Barcelona (segundo inciso zoológico va) tiene una colonia de cría de Lolas en el Zoo. Allí tienen sus nidos las 40 parejas reproductora censadas en 2016 según el ‘Atles dels ocells nidificants de Barcelona’, aunque en sostenido aumento desde entonces. Desde allí se dispersan por zonas con estanques de toda la ciudad, aunque tienen predilección por desplazarse hacia el Besòs. Incluso hay una especie de puente aéreo de garcillas bueyeras entre el zoo y el río: si mira al cielo en la plaza de las Glòries muchas veces las verá cruzándola en diagonal, siguiendo pasillo aéreo de la Meridiana y las vías de la Sagrera, hasta Montcada.

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Pero bueno, intuye Jordi Serrallonga que Lola debe ir a su rollo, en algún dormidero de garcilla de los jardines del Palau Reial o la Torre Girona, al lado del Versalles.

“Se lo tendría que preguntar a ella. Pero nunca nos ha querido explicar qué hace por la noche”, se lamenta Carles.

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