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Salvador Balil: "Me han expropiado algo que llevo en la sangre"

Aficionado a la tauromaquia desde la niñez, este empresario barcelonés vuelve a la plaza Monumental ocho años después de la última corrida de toros para expresar su nostalgia por una tradición prohibida en Catalunya.

Salvador Balil, en sus asientos de la Monumental, hoy vacía y silenciosa.

Salvador Balil, en sus asientos de la Monumental, hoy vacía y silenciosa. / ÁLVARO MONGE

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Gemma Tramullas
Gemma Tramullas

Periodista

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El brillo de los trajes de luces y los aplausos del respetable han dado paso al polvo y al silencio en la plaza de toros Monumental. Desde que se celebró la última corrida, en septiembre de 2011, Salvador Balil no había vuelto a pisar el coso barcelonés. A sus 82 años, y coincidiendo con la publicación de sus memorias de aficionado, vuelve a ocupar sus asientos 20 y 21 en el tendido 1 de sombra para compartir su nostalgia.

La primera vez que cruzó estas puertas era un niño. 

Fue en 1944. Aún no había cumplido 7 años y vine con mi padre. Los toreros estaban a punto de salir, con la montera calada y el capote de pasear bien liado, y me pareció que aquellos tres monstruos de la tauromaquia, que eran Domingo Ortega, Manolete y Gitanillo de Triana, me miraban a mí. A partir de aquel día, fui a los toros cada domingo. Era como mi casa.

¿No es un impacto muy fuerte para un niño?

No si lo has mamado en casa y vas de la mano de tu padre o de tu abuelo. Es un espectáculo que tiene una luminosidad que te deslumbra y no te fijas tanto en la parte cruenta. Aquí no venimos a ver un espectáculo cruento; aquí venimos a disfrutar de un arte que es bello y apasionante, pero no divertido.

Bueno, aquí ya no vienen. La última corrida en la Monumental fue hace ocho años.

Las últimas dos corridas fueron triunfales y las disfrutamos, pero había una tristeza profundísima en el público. He escrito Viaje por la Barcelona taurina. Evocaciones de un aficionado (editorial El Paseo) de pura añoranza, porque me han expropiado algo que llevo en la sangre.

Su abuelo ya era aficionado.

De hecho, soy la cuarta generación, porque mi bisabuelo veraneaba en Olot, que tiene una de las plazas más antiguas, y allí se aficionó. Mi abuelo se abonó a la primera plaza que hubo en Barcelona, el Torín, en la Barceloneta. En mi casa siempre se habló de toros. Mis hermanos huían, pero a mí me interesaba muchísimo. Supongo que hay que tener cierta predisposición.

¿Sus hijos y sus nietos han heredado la afición?

Mis hijos ya se han encontrado con un ambiente en contra tremendo, pero todos entienden de tauromaquia. Mis nietos saben que tienen un abuelo muy torero, pero no lo entienden porque no lo han vivido. Pero no nos engañemos, la tauromaquia siempre ha sido una cosa de minorías y más bien de gente mayor.

La sociedad cambia y los toros se ven como una tortura.

La esencia de la tauromaquia no es torturar a un toro, es una recreación de un rito de sacrificio en el cual hay unos valores fundamentales: respeto, austeridad, seriedad… Es una escuela de vida y el mejor profesor es el toro, que siempre va de frente y nunca pide clemencia. Esto da una fuerza espiritual impresionante frente al dolor y a la adversidad. Cuando muera, intentaré hacerme a la idea de que soy uno de estos toros que he visto morir.

Cada vez menos gente comparte su sentimiento.

Ya sé que es muy difícil defender la tauromaquia. Yo entiendo a los antitaurinos, los entiendo perfectamente, pero ellos no me entienden a mí. Ellos no lo han vivido, no saben ver las cosas que veo yo; solo ven el color de la sangre y así es imposible entendernos.

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¿A dónde va a ver toros ahora?

El sábado [por hoy] iré a los toros a Bilbao porque presento el libro en el que evoco la Barcelona taurina. Cuando prohibieron los toros en Catalunya hubo una reacción tremenda en Barcelona y se presentó una ILP en Madrid con 550.000 firmas para elevar la tauromaquia a un bien de interés cultural, que se aprobó. Gracias a esto ahora la tauromaquia está protegida por ley.