PAISAJE CON FIGURAS

Cuando éramos afrancesados

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La antigua sede de la Librería Francesa en el paseo de Gràcia, en una fotografía tomada en el 2002.

La antigua sede de la Librería Francesa en el paseo de Gràcia, en una fotografía tomada en el 2002.

Ramón de España

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La fotografía siempre me ha parecido un arte de lo más misterioso. Que a algunos se les dé muy bien el dibujo mientras a otros se nos da fatal lo encuentro normal, pero que con la misma cámara en las manos -o sea, con las mismas oportunidades-, algunos consigan obras maestras y el resto nos tengamos que conformar con birrias carentes del menor interés ético y estético me supera. Supongo que todo está en la mirada. Algunos seres humanos saben mirar y la mayoría, no. Es esa cualidad intangible de la fotografía lo que la hace tan fascinante.

Le doy vueltas a este tema recurrente mientras recorro la retrospectiva de Brassaï que acoge la Fundación Mapfre. Aunque me conozco casi de memoria la mayoría del material expuesto, siempre está bien ver colgadas en la pared las mismas imágenes que tienes en casa, dentro de un libro. Además, no hay que olvidar que las galerías de arte -a no ser que te topes con una excursión escolar- son los únicos espacios tranquilos que quedan en Barcelona, junto a las iglesias cuando no hay misa y las librerías en cualquier fecha que no sea Sant Jordi.

Amor de adolescencia

De una exposición se sale relajado, a no ser que el material sea un horror, lo que no es el caso con Brassaï. Curiosamente, en vez de rememorar lo que acabo de ver, me da por pensar en París, no el de Brassaï, sino el mío, esa ciudad de la que estuve perdidamente enamorado durante mi adolescencia y primera juventud y en la que no pongo los pies desde el verano del 2000, cuando un romance que ya languidecía -me había echado una nueva novia, Nueva York, y para estas cosas uno es de natural monógamo- terminó en ruptura. Nueva York heredó el cargo, convirtiéndose en ese sitio ideal -porque no vives en él- que visitar con frecuencia para recargar las pilas y hacerte la ilusión de que tal vez allí podrías haber sido feliz o te habrían entendido mejor.

Hace un montón de años, Barcelona fue una ciudad culturalmente afrancesada. La Librería Francesa, hoy desaparecida, contaba con tres sedes repartidas entre el paseo de Gràcia, la Rambla y la Diagonal. Los buenos burgueses compraban Paris Match. Y los lectores de cómics, Pilote, la casa madre de Asterix y el teniente Blueberry. De hecho, fue el amor a los tebeos lo que me convirtió en afrancesado. Mientras los semanarios españoles eran cutres y baratos, Pilote era el colmo del lujo.

Primer viaje a París

Mi primer viaje a París, a los 19 años, consistió en pasear y comprar álbumes de cómics que nunca se traducirían al español. Mi catedral particular era la FNAC de la calle de Rennes, donde también me surtía de discos (de vinilo) que jamás llegarían a las tiendas de Barcelona. París era un supermercado cultural insuperable para alguien de mi edad. Y como no sabía inglés, pude conocer a autores anglosajones no traducidos al español. Eso sí, nunca le vi la gracia a la chanson, salvo algunas piezas de Brel o Brassens y las obras completas de Serge Gainsbourg, a quien hoy sigo venerando. Pero lo fundamental era que, a un tiro de talgo de la Barcelona franquista, había una ciudad en color que te daba (bueno, te vendía) lo que no encontrabas en el terruño.

Las cosas cambiaron con la democracia y el brillo de París se me fue apagando. Le sucedió a más gente. Y al tejido cultural de esta ciudad. Empezamos a ver petulancia y solipsismo donde antes solo encontrábamos motivos de admiración. Dejamos de ser afrancesados y ya solo nos queda uno, Joan de Sagarra, el hombre que confesó hace muchos años que, cuando se deprimía, se acercaba a la estación de Francia para ver los trenes que partían hacia París. ¡Que Dios nos lo conserve muchos años!