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El fútbol baja de división en China

Un encuentro de la Superliga china entre los equipos de Pekín y Shanghái.

Un encuentro de la Superliga china entre los equipos de Pekín y Shanghái.

Adrián Foncillas

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Zhang Lipeng capituló hace unas semanas. “Es momento de dejar la selección nacional. Ni siquiera podemos ganar a Singapur. Es inaceptable, es humillante”, aclaró el capitán. Fue, sin duda, humillante: China, con 1.400 millones de habitantes, acababa de empatar con la ciudad-estado, de apenas cinco, en la clasificación para la Copa del Mundo. Hay dudas sobre la decisión: si las humillaciones exigieran dimisiones, la selección china habría estado vacante durante décadas. Los internautas debatían si esta era la “derrota más humillante de la historia” y no faltan candidatas. Ha perdido contra Uzbekistán o contra la Siria devastada por la guerra. Hay cierto consenso en que fue aquel 1-5 contra Tailandia que le costó el despido a Camacho.

El fútbol chino amontona síntomas de ruina. Recientemente fue condenada por corrupción la cúpula de la Asociación Nacional de Fútbol. Su expresidente, Chen Xuyuan, fue nombrado en 2019 para limpiar una organización con una acrisolada pulsión al latrocinio y ha recibido la cadena perpetua por embolsarse una decena de millones de euros en sobornos. Pronto se espera la condena de Li Tie, exseleccionador nacional, por comprar partidos. “Esas cosas”, admitió recientemente, “eran una práctica habitual en aquellos tiempos”. El oprobio deportivo se da por descontado, pero el regreso del fútbol a la crónica judicial ha completado la desolación de la afición.

Presidente y fubolero

No queda rastro de aquel clima de vísperas de fiesta. A Xi Jinping, presidente y futbolero, le fotografiaban pateando balones y asistiendo a partidos juveniles. Ahora se cumple una década de aquella hoja de ruta con 50 puntos: miles de nuevos centros de entrenamientos y canchas, el fútbol en el currículum escolar… Su campeonato gastó en el invierno de 2016 unos 300 millones de dólares en fichajes, más que la suma de las cinco mayores ligas europeas. El mundo temía el advenimiento chino. Sus clubes ya no sólo bañaban en oro a glorias descatalogadas o ignotos descartes.

Antonio Conte, entrenador del Chelsea, alertaba de que China era “un peligro para todos” tras perder a Oscar y Ramires, dos de sus mejores jugadores. Pretendía convertirse en la sexta liga del mundo, la primera tras los grandes campeonatos europeos, y al ímpetu gubernamental le siguieron las grandes empresas del país. Algunas entraron en el accionariado de clubes europeos de rancio abolengo, otras atrajeron a jugadores y entrenadores foráneos. Consistía el plan en que sedimentaran sus conocimientos entre los locales. Es el mismo atajo que China utilizó durante la apertura económica en otros sectores para compensar décadas de retraso tecnológico. Si China ya fabricaba móviles o trenes de alta velocidad tan buenos como los occidentales, por qué no iba a ganar un Mundial en unas décadas.

Entre el 70 y el 80 % de los 180 millones gastados por la Superliga en 2019 se fue en salarios de jugadores y el grueso acabó en las cuentas bancarias de la minoría extranjera. A aquel modelo hipertrofiado y ajeno a las lógicas de la oferta y la demanda, similar al actual de Arabia Saudí, le sostenía sólo el empuje del Gobierno. Y este, tras comprobar que la sangría no elevaba el nivel del fútbol nacional, mandó parar. Recortó la presencia de jugadores extranjeros e impuso impuestos a su contratación que iban destinados a la formación de los jóvenes.

El covid y la crisis del ladrillo

Decayó el entusiasmo de Pekín, el coronavirus impuso campos vacíos y la crisis del ladrillo cerró el grifo a los equipos. El sector que pagaba las facturas de 13 de los 16 equipos de la Superliga carece hoy de fondos para entregar las viviendas prometidas.

El Guangzhou Evergrande epitomizó la exuberancia durante una década. El club de la antigua Cantón, con los fondos de la mayor inmobiliaria del país, ganó siete títulos nacionales seguidos y dos campeonatos europeas en tres años. Evergrande hoy camina hacia su liquidación, ordenada por un tribunal hongkonés, y su presidente está acusado de fraude por inflar los beneficios. El Guangzhou malvive en la segunda división.

Desde que China aprobó aquellos 50 puntos, la selección ha bajado del puesto 81 al 88 en la clasificación global. No abundan las estrategias gubernamentales fracasadas en las últimas cuatro décadas. Aquel país de raíz rural se erigió en la fábrica global y ahora lidera la inteligencia artificial o los vehículos eléctricos. De aquellos propósitos ha quedado un modelo más sensato. Nadie sueña ya con las estrellas foráneas ni con ganar un Mundial pero los aficionados siguen acudiendo los campos y el interés se alimenta con sanas rivalidades locales.

Una fragorosa marea verde toma el Estadio de los Trabajadores pequinés en cada partido del Beijing Guoan. Perdura la infamante selección nacional. Su capitán, por cierto, se desdijo dos días después y anunció que seguía adelante. Es la ventaja del fútbol: siempre te da una nueva oportunidad… también para otro ridículo.

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