Barraca y tangana

Un minuto es un minuto, por Enrique Ballester

La afición inicial de un niño es todavía limpia, sin facturas y sin cicatrices. Un delicado milagro que no suele durar mucho tiempo.

La firma de Enrique Ballester

La firma de Enrique Ballester / El Periódico

Enrique Ballester

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El jueves, mi hijo Teo encontró un reloj de pulsera olvidado en un cajón y se lo adueñó. El reloj de Teo ha sido estos días y en esta casa la gran atracción. Aquí intentamos ser felices con poco, porque no existe otra manera certera de serlo. El viejo-nuevo reloj es el primer reloj de mi hijo, que solo se lo quita para lo esencial, esto es: entrenar y jugar partidos. Durante el primer día de su nueva vida con reloj, mi hijo nos mantuvo informados de la hora con precisión. Íbamos en el coche, parábamos en un semáforo y apuntaba: «Las tres horas y veinticuatro minutos». Cambiaba el semáforo en verde, reanudábamos la marcha y matizaba: «Las tres horas y veinticinco minutos». Estábamos viendo la tele, tan tranquilos, y de repente rompía el silencio en el sofá: «Las nueve horas y diecisiete minutos». Cuando lo arropé en la cama y le di las buenas noches, activó la luz de su superreloj y se despidió: «Las diez horas y seis minutos».

Todo iba más o menos bien con el niño-reloj hasta que despertó al día siguiente. A Teo le dio por contrastar, un error infantil y recurrente. Asaltó nuestra habitación al borde del llanto porque su reloj iba un minuto adelantado respecto al teléfono móvil de su hermana mayor. Le dije que no importaba, que daba igual, pero estaba claro que él lo veía de otra forma. Le importaba y no le daba igual. Un minuto es un minuto. Mi hijo no se achantaba frente a la inmensidad del cosmos. Para Teo era muy importante saber qué hora era exactamente, un asunto vital. Requisó nuestros móviles para comparar y empecé a asustarme por esa obsesión. Se empieza así y se acaba siendo árbitro.

Ternura y envidia

No tuve más remedio, para cortar esa peligrosa tendencia, que ajustar la hora de su reloj y sincronizarla con la del resto de teléfonos de la casa. El niño pareció quedarse tranquilo, aunque volvía cada diez minutos para comprobar que todo seguía en orden. Le invité a jugar a la Nintendo, a ver si cambiaba de vicio. No le obligué a fumar porque en casa no tenemos cigarrillos.

No sé hacia donde evolucionará la relación de mi hijo con el reloj, pero si es como yo se le irá pasando poco a poco. Ahora siente que no puede vivir sin eso, pero un día, sin saber muy bien por qué, la novedad termina. Lo nuevo es pureza. Teo viene de su primer Mundial y esta temporada es la primera que le está importando más o menos en serio. Como lo de saber la hora en todo momento, todo está siendo para él prácticamente nuevo. La primera ola en las gradas, el primer florecer del sentimiento de pertenencia y las primeras celebraciones sacando el puñito, levantándose del asiento movido por un júbilo incipiente y honesto. Suelo observar en silencio sus reacciones naturales durante los partidos, cuando puedo acompañarlo al estadio, y es muy divertido. Lo observo también con un punto de ternura y envidia. Su afición es todavía limpia, sin facturas, sin cicatrices y sin dramitas. Un delicado milagro que no durará mucho tiempo.

El fútbol no tiene edad, pero nosotros sí. A medida que lo nuevo se convierte en viejo, la mirada se ensucia y vas perdiendo la inocencia. Por ceñirnos al reloj, y sin tocar sumarios judiciales: un minuto es un minuto, y dudas hasta del tiempo de descuento.

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