Opinión | Barraca y tangana
Contagio de vestuario, por Enrique Ballester
La inspiración es como el contagio de vestuario. Se marcha de la misma que manera que aparece: sin avisar y sin explicar cómo
Otra temporada salvada
Así es la vida
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Barraca y Tangana
Un asunto que me fascina del deporte es el contagio de vestuario. Algo que le pasa a uno y empieza a pasar a todos. De vez en cuando sucede, por ejemplo, con las lesiones. Sin cambios aparentes respecto a un pasado saludable y sano, un equipo enlaza dolencias sin hallar una explicación del todo clara. Después, pasado un tiempo y con el mismo misterio, la racha acaba.
A mí me pasó algo similar la pasada semana, en una variante doméstica de este tipo de contagio encadenado. Sufrí una escalada de lesiones de aparatos en casa, sin precedentes ni lógica, que se me fue de las manos: arrancó el viernes con el cepillo de dientes eléctrico, que dejó de cargar, y culminó el domingo con el fundido de la batería del coche, que no arrancaba. Entre medias, por si faltaba algo, el mando de la televisión dejó de hacerme caso.
Desde que descubrí que puedo pedir a la televisión que me cuente chistes, activando la función de voz en el mando, mi vida ha cambiado, pero de esto hablaremos otro día porque hoy toca escribir lo del contagio. Cabe apuntar que este concepto del contagio de vestuario no tiene por qué ser siempre malo. También puede ocurrir con una canción, un corte de pelo o un concesionario. Puede ocurrir con el propio juego. Añoro esa bonita sensación de estar en el campo y notar cómo te contagia el entusiasmo. Añoro estar jugando, sentir que un compañero entra en trance y arrastra a los demás, y notar cómo sacas fuerzas de esa pulsión salvaje para venirte arriba y no quedarte rezagado. Exprime lo mejor de ti. Es el mejor de los contagios.
A veces, viendo un partido, puedo identificar esa dinámica en mi equipo o en el contrario. Es difícil detectar en qué instante se enciende la mecha del contagio. A veces es un gol o una ocasión, algo así: se van creciendo, se retroalimentan y les llega la pelota y se sienten capaces de todo. Aupados por una fuerza primitiva, los futbolistas se sienten invulnerables, y vuelan. Así se ganan partidos y se encienden revoluciones, flipándonos un poco.
Conviene dejar huella en el marcador durante esos tramos. De hecho, una de las principales diferencias entre los campeones y los aspirantes es esa. Todos los disfrutan a favor y todos los sufren en contra, por mucho que piensen que lo tienen todo controlado. Al final, los que ganan los títulos son los que saben traducir ese éxtasis colectivo en goles, por un lado, y también son capaces de resistir el arrebato ajeno, por otro, y aunque no sepan exactamente cómo.
Otro asunto fascinante del fútbol es este: de un día para otro un futbolista puede alcanzar la excelencia viniendo de la nada. Imaginemos por un momento que funcionaran igual los cirujanos. Que tuviéramos que entrar en un quirófano para ponernos en manos de alguien que pueda ser a la vez un desastre y un sabio. Pienso en Rodrygo y sus últimas jornadas. No se iba de nadie y no acertaba en nada, hasta que controló una pelota, limpió a un par de rivales y clavó un tirazo en la escuadra, medio silbando. Desde entonces a Rodrygo se le caen de los bolsillos los jugadores y los golazos.
Conviene aprovechar estos tramos y dejar huella en la cuenta bancaria. La inspiración es como el contagio de vestuario. Se marcha de la misma que manera que aparece: sin avisar y sin explicar cómo. Después, pasado un tiempo y con el mismo misterio, la racha acaba.
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