LOS 92 DEL 92

Roser Marcé: "La gabardina fue el talismán de Maragall"

"Hice dos vestidos modernistas para el desfile, un balcón de La Pedrera y una mariposa", recuerda

Roser Mercé, diseñadora de moda

Roser Mercé, diseñadora de moda / Joan Cortadellas

Luis Miguel Marco

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Hay una foto histórica, el 17 de octubre de 1986, en la que se ve al entonces alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, con gabardina, con los brazos en alto, entre Jordi Pujol y Narcís Serra, celebrando la consecución de los Juegos para la ciudad. Ese gabán amplio era de la diseñadora Roser Marcé. «Esa gabardina era como su talismán de la buena suerte. Decía que si no la llevaba puesta caerían las siete plagas. Y tuvo tela porque tuvimos que hacerle cinco: las perdía cuando salía de viaje. Bueno, el primero se subastó para una causa benéfica. Hasta le envié una vez una que era de mi marido, Peter, porque tenía prisa, y creo que con un billete de transporte de Londres en el bolsillo. Desde entonces la gabardina, que en nuestra colección se llamaba Harrods pasó a llamarse Maragall», explica Roser Marcé, que sigue con su taller, diseñando y vendiendo una moda que sigue tocada por aquel sello de calidad, minimalismo y elegancia. De mediterraneidad.

La diseñadora tiene recuerdos «preciosos» de aquel verano. Ella, que había vestido a los ejecutivos que fueron antes a los Juegos de Seúl, se encargó de una parte del desfile que se vio en la ceremonia inaugural, «con aquellas tops maravillosas. «A mí me encargaron el apartado modernista y yo encantada. Hicimos dos vestidos maravillosos, uno reproducía un balcón de La Pedrera y otro una mariposa modernista, con sus alas maravillosas. Utilizamos alambre y gomaespuma pintado para que pareciera hierro». Los preparativos, el ensayo, la ceremonia... «fue todo muy estimulante, muy efervescente, pero también agotador. Nosotros teníamos además clientes que habían venido a Barcelona y nos tocaba hacer de anfitriones. Y estaban todos encantados».

Pasada la ceremonia inaugural, ella y su marido decidieron irse a Londres y allí se quedaron de nuevo boquiabiertos. «Todo el mundo seguía las competiciones en los televisores. Y los comentaristas de la BBC estaban ilusionados, decían que se lo estaban pasando en grande en Barcelona, que ni dormían. No eran unos Juegos Olímpicos, eran unos juegos de diversión». Así que decidieron acortar su viaje y regresar a la ciudad a la que miraba todo el mundo.

«Los Juegos fueron un revulsivo para la ciudad, el salto que necesitaba, y se pudieron hacer así de bien porque se dieron las circunstancias previas. No hablo de la parte deportiva, hablo del diseño, del urbanismo, de la planificación. Yo que tengo una edad recuerdo cómo era la ciudad antes de abrirse al mar: ratas y basura. Viví un tiempo en la Vila Olímpica y le decía a Maragall que me había devuelto la ilusión de poder disfrutar del mar, de ir a la playa cada tarde a las siete. En unos pocos años a Barcelona se le dio la vuelta como un calcetín. Yo no daba crédito».

La lástima, dice, es que se haya perdido aquella fuerza, aquel empuje que tuvo la ciudad en los 80 y principios de los 90. «Lo digo con pena, pero hoy la ciudad ha perdido muchos puntos. No está en el circuito de la moda, por hablar de lo que conozco. Y me sabe fatal».

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