BAR MUNDIAL

Mejor váyanse a Macondo

Aficionados de Colombia, en el bar Arepazo de Barcelona.

Aficionados de Colombia, en el bar Arepazo de Barcelona. / periodico

Jordi Puntí

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Muchos años después, frente a la pantalla de alta definición del bar Donde Darío, los bisnietos del coronel Aureliano Buendía se habrían quedado helados al ver que La Roca Sánchez tocaba el balón con la mano dentro del área. Penal y expulsión. Y solo llevábamos tres minutos de partido. “¡Sigue llegando la gente al baile!”, gritaba uno de los aficionados, en la puerta, imitando al locutor de la televisión colombiana, en un intento de calmar el ambiente.

Y era cierto, de vez en cuando entraba un nuevo seguidor y, tras echar un vistazo a la tele, abría los ojos con resignación, como si el destino de Colombia fuera empezar siempre perdiendo 1-0. Japón y Colombia debutaban en el Mundial y en ese bar cercano a de la Sagrada Família dominaba el color amarillo.

Patacones y cerveza helada

Entretanto de la cocina salían platos de patacones y una camarera servía la cerveza con mucho hielo en las copas. Me fijé en las camisetas de los seguidores y al ver que varias estaban firmadas por Yerri Mina --“viene a menudo por aquí, mi amor, le encanta este bar”-- y me los imaginé ensayando bailes como los del defensa del Barça en cuanto Colombia empatara el partido. “Pero Pékerman no le puso”, dijo el aprendiz de locutor, “tampoco a Bacca ni a James. No sé como

conseguiremos marcar un gol”. Una chica apeló al instinto asesino del Tigre Falcao.

Cuando llegó el fotógrafo del periódico, hubo un pequeño revuelo en el bar. “Aquí no me saquéis fotos, mi amor”, me dijo la chica tras la barra, “o perderé a mis clientes”. Y luego, bajando la voz, me dio una explicación: “Algunos están aquí con su novia, mientras su esposa sigue en Colombia. Si las fotos cruzaran el Atlántico...”. La vida en el extranjero, como emigrante, tiene siempre un poso de ficción, y entonces la chica me aconsejó: “Mejor váyanse al Macondo. O a otro restaurante colombiano...”.

El Arepazo de la calle Cartagena

Así que nos fuimos. Pero no llegamos a Macondo, nos quedamos en la siguiente esquina, en El Arepazo de la calle Cartagena. Ahí también, con la sala llena, la gente comía y miraba el partido, por este orden, hasta que llegaron varias oportunidades y Colombia empató de falta: un tiro raso, de pillo, que transformó Quintero y el portero japonés, Kawashima, intentó que fuera un gol fantasma. No coló, ni siquiera hizo falta el VAR omnisciente, y con el empate los seguidores colombianos se animaron. Había en el aire una alegría de cumbia y el Arepazo hacía honor a su nombre enfático.

A la media parte, los dos chicos más bulliciosos del local -Paulo y Claudio- encargaron un plato de chicharrones y dos cervezas más. Entonces nos pusimos a recordar las glorias de Colombia: Freddy Rincón, Valderrama, el pobre Andrés Escobar (“que en paz descanse”), René Higuita y su parada del escorpión... “ Bueno en Colombia la llamamos del alacrán”, me dijeron.

Se inició el segundo tiempo y los japoneses empezaron a tocarla. Mis nuevos amigos hacían con juegos de palabras con sus nombres, como para quitarle hierro a la cosa, y Kagawa era el que más se prestaba. El gol rondaba a Ospina, y, en una mesa discreta, una mujer juntó las manos como si quisiera rezar. La religión del futbol es sincrética y acepta todo tipo de culto, incluso en un bar con una decoración artesanal entre pre y poscolombina. Sus plegarias fueron atendidas, creo, y entonces saltaron a jugar James y más tarde Bacca. Pero de poco sirvieron.

Al final marcó de nuevo Japón: Osako, el japonés más alto, remató de cabeza. En la pantalla HD, el delantero lo celebraba con el equipo y alguien dijo: “Ese quién es, ¿Oliver o Benji?”. De nuevo el consuelo de la ficción.