25 años de los Juegos Olímpicos de Barcelona
A la sombra de los dragones
Quizá éramos unos ingenuos, pero sentíamos que formábamos parte de una energía colectiva
Y Barcelona se despertó. Los dragones abandonaron las cornisas, los forjados, los picaportes, las fachadas, los jardines y las azoteas para adentrarse por las calles y despertarlas a su paso. Las bocanadas de fuego templaron el frío de las décadas grises. Contemplamos admirados las sombras de sus alas en las aceras. Recogimos sus escamas y pensamos que teníamos en nuestras manos el poder de cambiarlo todo.
Así renació una ciudad que se miraba vanidosa ante el espejo, que desterraba el olor a lejía de los portales tristes, que asfaltaba las calles de tierra que empolvaban los zapatos en las barriadas, que coqueteaba con el mar y que había elegido un divertido, provocador, entrañable y gamberro Cobi como mascota de los Juegos Olímpicos. Tan trasgresor, tan tierno, tan fiel reflejo del espíritu olímpico que se adueñó de tantos.
METAMORFOSIS DE LA CIUDAD
La mayoría de los que vivimos el combate por la designación olímpica apenas llegados a la mayoría de edad, celebramos la metamorfosis de la ciudad como una prolongación de nosotros mismos. No percibimos las cuitas entre administraciones, ignoramos los conflictos políticos que se oprimían tras el decorado y minimizamos los problemas sociales que podían emanar de la transformación urbanística.
Quizá éramos unos ingenuos, pero sentíamos formar parte de una energía colectiva, de un torrente creativo que no luchaba contra nadie, sino que solo quería vencerse a sí mismo. Eran los días en que la cifra 1992 se convirtió en una suerte de conjuro que tanto servía como combinación del candado de la maleta como cifra fetiche en la lotería de Navidad.
Éramos capaces de todo. Hasta de crear el espectáculo que rompió con la tradición de las inauguraciones olímpicas. Una inquietante, potente, impresionante Fura dels Baus convirtió el Estadi en un inmenso teatro griego. Los argonautas se enfrentaron a las furias de la guerra, el hambre, la enfermedad, la contaminación. Al fin, Hércules separaba las columnas y permitía que el mar inundara lo desconocido. En el 92, aún creíamos que el Mediterráneo era un mar de acogida.
Crecimos con la sensación de ser invencibles. Empapados de luz y energía, bailábamos al ritmo de la rumba catalana. Maduramos creyendo que el futuro nos pertenecería y que solo podía ser mejor. Confiábamos en que se podían enterrar todas las hachas de guerra y que el poder de la unidad era la pócima mágica. 'Amigos para siempre' fue el mensaje. Y lo creímos.
Después, los hijos de Barcelona'92 tuvimos hijos. Y cuando llegaron a la mayoría de edad, no encontramos escamas de dragón para ofrecerles. Y comprobamos que la ciudad se había contagiado de la sangre fría de los reptiles y tenía fuego en sus entrañas… Pero esa ya es otra historia
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