El avión endiablado de la Vuelta

Tourmalet por Sergi López Egea

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Sergi López-Egea

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Hubo una vez en 1991 que un ciclista no quiso subirse a los aviones fletados por el Tour que llevaban a los corredores desde la Bretaña francesa hasta la ciudad de Pau. Tenía pánico a volar. Era suizo y se llamaba Urs Zimmermann. La dirección de la ronda francesa, por aquel entonces Jean-Marie Leblanc estaba al frente de la prueba, decidió descalificarlo. “Pues a ser que no”, dijeron todos los corredores incluido el vencedor final de la carrera, Miguel Induráin, decidido entonces a abrir en los Pirineos la caja de los truenos para ganar el primero de los cinco Tours consecutivos.

Los corredores se plantaron en la salida de Pau. O Zimmermann, que se había desplazado en coche, se incorporaba al pelotón o no tomaban la salida. La presión obligó a los jefes del Tour a readmitirlo en la competición. Zimmermann llegó a París en la posición 116ª de la clasificación general a 2 horas, 13 minutos y 58 segundos de Induráin, pero cumplió el objetivo de acabar la carrera que podía haber tumbado el pánico al avión.

Un buen palmarés

Zimmermann, ahora con 63 años, no fue un corredor cualquiera pues acabó tercero en el Tour de 1986 y ocupó idéntica posición en el Giro de 1988, al margen de ganar, entre otras carreras, la Vuelta a Suiza y el Critérium del Dauphiné, que en su época se denominaba Dauphiné Libéré.

Pero, a buen seguro, Zimermann no se habría subido a los aviones que el domingo por la tarde, en plena tempestad sobre buena parte de España, trasladaron a los ciclistas, a la organización y dirección de la carrera desde el aeropuerto de Murcia al de Valladolid, carrera neutralizada, buena parte de los seguidores haciendo el traslado en coche, lunes al sol (o mejor dicho a la lluvia), y contrarreloj clave este martes en las calles de la capital vallisoletana.

La situación aérea

En el primer vuelo se desplazaron todos los equipos excepto cinco y las estrellas de la Vuelta, los Evenepoel, Vingegaard, Roglic, Mas, Ayuso, Almeida, Thomas; todos, excepto cinco escuadras, porque no había espacio para tanto corredor. El primer vuelo despegó y aterrizó sin novedad, con tiempo suficiente para que todos los participantes llegaran a los hoteles, cenaran y descansaran sin aparentes dificultades.

Pero ¡madre mía el segundo vuelo! Para no volver a subir nunca más a un avión. El piloto volaba sobre las nubes tormentosas, aparente calma hasta que entró en un espacio aéreo dantesco como cuando Dani Rovira -por cierto, un buen cicloturista- atravesó en su autobús el túnel con el que entró a Euskadi en ‘Ocho apellidos vascos’.

La visión de los rayos

El avión no se movía, sino lo siguiente. Los pasajeros veían por las ventanillas los rayos que caían en la distancia, que iluminaban como focos los cielos de Valladolid, adonde el piloto inició las maniobras de acercamiento a la pista para aterrizar, hasta que tal era la oscuridad, casi como correr una contrarreloj por las calles de Barcelona, que cambió la dirección del vuelo y renunció al aterrizaje.

La maniobra puso los pelos de punta a buena parte de los pasajeros, de los integrantes de los cinco equipos que viajaban en el vuelo (DSM, Caja Rural, Burgos BH, Lidl y Lotto), al director de la Vuelta, Javier Guillén, parte de su séquito de dirección y algunos empleados de la carrera. Las caras blancas, las pulsaciones a mil por hora y los corredores como si subieran un puerto de montaña.

El piloto, para calmar a los viajeros, comunicó que renunciaba a aterrizar en Valladolid por las pésimas condiciones de visibilidad, mientras diluviaba, y que se dirigía al aeropuerto de Barajas. En Madrid, donde sonaron por la mañana las alarmas de todos los móviles, había de madrugada una tregua, suficiente para que el vuelo ciclista pudiera aterrizar sin mayores contratiempos a los vividos anteriormente. Los autocares ya estaban preparados. Los corredores salieron los primeros y el resto del pasaje poco después. Llegaron a Valladolid a las 4 de la mañana. Qué nadie se lo cuente a Urs Zimmermann.

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