El Tourmalet
El Tour y la ciudad de los prodigios
Vallas, visitantes... todo cambia con la llegada de la carrera
Sergi López-Egea
Periodista
Periodista especializado en ciclismo desde 1990. Ha seguido regularmente el Tour como enviado especial desde 1991 al igual que la Vuelta, varias ediciones del Giro, la Volta y Mundiales de la especialidad. Autor de los libros 'Locos por el Tour' (con Carlos Arribas y Gabriel Pernau, RBA), 'Cumbres de leyenda' (con Carlos Arribas, RBA y reedición en Cultura Ciclista), 'Cuentos del Tour', 'Cuentos del pelotón', 'Cuentos del equipo Cofidis' y 'El Tourmalet', todos ellos de Cultura Ciclista.
¿Y qué le digo yo a la señora? La mujer lleva toda la vida levantándose pronto para ir a comprar, siempre el mismo trayecto a la misma hora, entre calles donde pasa poca gente, sin bares, porque Francia no es el país, como otros, donde en cada manzana hay uno al lado de otro; no, es distinta; pocos y más caros. Por eso, cuando la señora, rodeada de vallas, de las vallas del Tour, pregunta por dónde pasar, instante que sirve para levantar la vista y encontrar un paso salvador, no puede hacer otra cosa que dar las gracias, mientras toma a su ‘salvador’ por italiano.
El Tour lo cambia todo; hoy en Laval, el martes en Fougères y el lunes en Pontivy. Las ciudades se convierten en villas desconocidas, sobre todo para los vecinos, casi todos felices y contentos porque para ellos que llegue la prueba ciclista es un hito histórico. Aunque siempre hay quien detesta ese cambio de vida e imagen aunque sea por 24 horas, que los corredores molestan, que hay mucho ruido, que no pueden moverse en coche, menos aparcar y que está todo lleno de policías y guardas de la carrera.
Vecinos, encerrados
Y es así, de la noche a la mañana, el Tour ha montado una nueva ciudad, ha encerrado a sus vecinos, lo ha llenado todo de vallas y de bloques de hormigón, los que impiden el paso a vehículos pesados, medidas de seguridad que se aplicaron después del atentado de Niza de 2016.
Al menos, este año, hay libertad para colocarse detrás de las vallas. Ahora, además, después de haber dejado Bretaña, se ha acabado la obligación de presentar tests de antígenos o PCR, ni siquiera mostrar el pasaporte de vacunación para acceder a las zonas acotadas de la carrera.
Los carteles amarillos
Es muy bonito pasear e ir a todas parte sin la mascarilla puesta, pero, en ocasiones, con tanto público amontonado tras las vallas, con tanta gente paseando junta y sin mantener ninguna mínima distancia, da un poco de miedo, porque puedes entrar a una panadería o restaurante de comida rápida y allí nadie lleva la mascarilla, aunque sea obligatorio ponérsela en ambientes cerrados.
La señora, con su barra de pan, ya ha encontrado la puerta entre vallas que le permite regresar a su casa, un ‘italiano’ le ha salvado la vida. Por los canales de la ciudad nadan las nutrias, todo se ha decorado con carteles amarillos, los comercios han buscado bicis debajo de las piedras para decorar los escaparates. “Hoy, miércoles, este restaurante permanecerá cerrado con motivo de la llegada del Tour”. En otros lugares se haría el agosto a finales de junio. En Francia prima el espectáculo, la fiesta, el amor hacia el Tour antes que los euros que llegan con la carrera. Es el Tour. ¡Vive le Tour! dicen los franceses. Y más este año después de un 2020 con una ronda francesa disputada casi en la clandestinidad.
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