Sidrería con plus en Asturias
Restaurante Casa Chuchu: la gran cocina en el lugar inesperado
La cocinera Natalia Menéndez propone combinaciónes inesperadas y exitosas en el valle de Turón
Pau Arenós
Coordinador del canal Cata Mayor
Periodista y escritor, con 17 libros publicados, entre ellos, novelas y cuentos, y media docena de premios, como el Nacional de Gastronomía. Ha estado al cargo de las revistas 'Dominical' y 'On Barcelona' y ha dirigido series de vídeorecetas y 'vídeopodcast'. Entre las últimas publicaciones, 'Nadar con atunes y otras aventuras gastronómicas que no siempre salen bien' y el recetario 'Cocina en casa'.
El aficionado a la gastronomía persigue lo que no existe: el bareto secreto (siempre es un secreto con megáfono, voceado, pero el 'gourmet' es el último en enterarse) donde ofician un cocinero o una cocinera de múltiples brazos y talento desbocado.
Como digo, no pasa, o no pasa casi nunca. Lo importante para el descubrimiento es pisar con la arrogancia del descubridor (yo-yo-yo), aunque lo cabal es pensar que nadie es descubierto sino que existe por sí mismo.
Hace unas semanas, circulaba por la cuenca minera asturiana, recién aterrizado en el verde y con ese tiempo indeciso y cambiante que igual colgaba del cielo un sol majestuoso que nubarrones apocalípticos.
Tenía reserva en Casa Chuchu, según indicación de Nacho Manzano, el primero de los chefs asturianos, y a pesar del recomendador no tenía ni idea de a dónde me dirigía. Pensé en lo tradicional, en fabada y en pote y en arroz de 'pitu', porque el destino, en el valle de Turón, era una sidrería.
Pasamos por instalaciones mineras, por torres silentes, indicadoras de pozos cerrados. Esta zona fue durante años un centro de riqueza –y también de dolor porque trabajar en el subsuelo es peligroso y oscuro–, con más de 20.000 habitantes, que desaparecieron con la crisis minera hasta los 4.000 actuales. Hulla, carbón, siderurgia, mina, palabras fundidas.
Tampoco la entrada a Casa Chuchu daba pistas de algo singular, ni la decoración del establecimiento, mesas con servilletas de papel, aunque las etiquetas de las botellas diseminadas eran mensajes de compromiso gastro.
Se presentó Rafael (Rodríguez), el propietario, heredero de aquel Sabino Jesús conocido como Chuchu que con su mujer Iluminada abrió local, en otro sitio, en 1930. Rafael es un pedernal: saca chispa, conversa con pavesas en el aire y sabe de vinos, y se ajusta a las necesidades del comensal. Dos veces me dijeron en Asturias que pedía demasiada comida y me gustó que me frenaran.
Abrimos gaznate con una sidra, Villacubera, que Rafael tiró con conocimiento y protegido por un tubo que evita que el goteo sobrante se derrame por el suelo y después cortó el tapón de corcho con la navaja Pallarès que siempre lleva encima para que nosotros creáramos nuestro borboteo en la mesa, ante mi negativa de hacer el ridículo alzando la botella de pie y con un serpentín hacia el vaso.
La elección del vino fue un acierto: el albarín blanco Castro de Limés 2017 de la familia Marcos Antón, de Cangas de Narcea.
Cuando Rafael comenzó a cantar los platos, el mundo se puso del revés. Quien cocina es Natalia Menéndez y tiene un talento que escapa de las restricciones de una sidrería. Rafael recomendó vivamente unas zanahorias y siempre que alguien pone énfasis en lo ordinario como protagonista, apoyo la causa porque sospecho que será extraordinario: pasadas por el horno y con una 'demi-glace' de amontillado. Algo muy serio sucedía aquí y yo saltaba de contento.
Siguieron las alcachofas de Tudela con bechamel de salvia y pistacho y papada de Joselito, en una combinación de grasa y alivio.
Después, el rape, jugoso, con una americana de carabineros y ahí Natalia me tuvo a sus pies, con esa salsa clásica, y alterada, para un pescado emblemático en Asturias.
El penúltimo paso fueron las cebollas rellenas de carrillera con 'parmentier' y los jugos de la cocción. Terminamos con uno de los mejores milhojas que haya comido, con un hojaldre que deberían prohibir porque crea dependencia.
Llego al fin de la narración con la felicidad de un descubrimiento que antes hicieron cientos de personas y no por haber sido el último siento menos alegría.
La sorpresa por encontrar la gran cocina en el lugar inesperado, y el reconocimiento a aquellas cocineras y cocineros con fortaleza que se abstraen del entorno y rompen con lo previsible, el convencionalismo y la conformidad.
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