Relevo en la gestión

La panadería de Sant Jordi y la pastelería Santa Clara sobrevivirán en el Gòtic

La empresaria se jubila pero al traspasarlos ha blindado la continuidad de la producción y de su equipo humano, para evitar que se pierda más actividad histórica en el Gòtic

Nuria Pagés, en la pastelería Santa Clara, de la que se despedirá en las próximas semanas.

Nuria Pagés, en la pastelería Santa Clara, de la que se despedirá en las próximas semanas. / JORDI COTRINA

Patricia Castán

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“Defendiendo la tradición” es el lema que encabeza su web. Una declaración de principios con la que Nuria Pagés --que lleva semanas invitando discretamente a algún que otro detalle de despedida a su clientela más fiel-- es más que consecuente. Porque la empresaria de 75 años, tras varios años jubilada al 50%, se despide ahora de esos mostradores donde lo ha dado todo: el Forn de Sant Jordi y la pastelería Santa Clara de la calle de la Llibreteria. Pero lejos de bajar la persiana y aniquilar dos históricos de la ciudad, la veterana panadera puede sacar pecho por haber pasado un par de años buscando un relevo digno a dos negocios que datan de 1798 y 1834 respectivamente. “No quería traspasarlo a alguien a quien le diera igual vender camisetas o recuerdos”, explica a este diario. Preserva así dos negocios con solera del Gòtic en un momento en que la especulación inmobiliaria y la crisis por la pandemia están arrasando con muchos establecimientos emblemáticos.

Sus suegros, Gil y Angeleta, se quedaron la panadería (antes Forn Vilageliu) en 1942, cuando la rebautizaron como Forn Gil Ribes. Acabaría llamándose Sant Jordi por las célebres rosquillas que comenzó a elaborar la mujer –panadera en un mundo entonces de hombres-- siguiendo la receta de una vecina andaluza. Se hicieron tan famosas que propiciaron incluso un puesto específico en la plaza de Sant Jaume cada 23 de abril. Las ‘rosquillas de Sant Jordi’ son solo una de las muchas elaboraciones con que esta familia ha endulzado el barrio (y a los visitantes de todo el mundo) durante siete décadas, ya que hace casi medio siglo no perdieron la oportunidad de quedarse también la centenaria pastelería Santa Clara, ubicada al otro lado de la acera, aunque ya entonces sin elementos arquitectónicos ni ornamentales originales, más allá de una figura de la santa.

Pan a un lado y pasteles al otro, con la vivienda familiar sobre el horno, que sí mantiene algún elemento valioso de origen. Un círculo vital nunca roto desde que Nuria se enamoró de Antoni Maria Ribes, dejó su puesto en el banco Banesto y a los 18 se metió de cabeza entre levaduras, torteles, milhojas y las famosas cremas catalanas quemadas marca de la casa, donde siempre ha supervisado su calidad y despachado con salero.

Abiertos todos los días

La entrega profesional no le impidió formar una familia numerosa “gracias a la ayuda de los yayos”, y con un hijo formado desde muy joven para comandar la pastelería que hasta hoy ha sido pieza clave en la continuidad del negocio. Pero tras tres generaciones, toca el adiós. El resto de descendientes tienen otras profesiones y Gil ha preferido iniciar una etapa en otro establecimiento al desmantelarse la red familiar. “A mí me toca descansar”, dice esta emprendedora que al son del instinto fue introduciendo mesitas para consumir in situ y ampliando su repertorio calórico en un horario maratoniano (de 8.30 a 21.00 horas) todos los días del año.  Sin embargo, al morir su marido hace tres años, fue encarrilando la jubilación total sin prisa ni pausa para dar con el candidato idóneo. “Quería dar continuidad a este negocio”, añade, ya que en este caso, lo emblemático es la tradición y currículo de la actividad. Por lo que escogió a un matrimonio con experiencia y con otro establecimiento en el Eixample. En principio, seguirán con la misma línea de sabores. “Les doy el recetario, se quedan con nuestro personal”, ilustra.

Mientras narra su historia, la tienda se llena de viajeros que quieren probar esos brazos de gitano individuales, o merendar un suizo. Nadie diría que el Gòtic vive su peor momento en años, a causa de la pandemia y con decenas de tiendas cerradas a apenas unos metros de distancia, en la calle de Jaume I o en la Via Laietana. “Hoy está animado porque el tiempo está raro, sino esta gente estaría en la playa, es un año difícil para el centro”, explica. La mujer relata que han vivido durante meses de la recuperación del cliente de ciudad, que volvía a por pasteles. Pero su defensa del turismo no tiene grietas. “Para nosotros ha sido muy importante”, afirma. De hecho, antes de la pandemia había llegado a tener un equipo de 22 personas, que con los ERTE de momento se han quedado en seis. Incluso como vecina, Nuria es de carne de Gòtic: “Nací en esta calle y de aquí no me iré nunca. Me acuerdo de ir paseando los domingos y cómo después de Urquinaona estaba todo muerto, mientras que aquí siempre teníamos ambiente”.

De inquilinos a dueños

La familia tuvo la suerte de poder pasar de inquilina a propietaria cuando surgió la ocasión. Y es esa condición la que le ha permitido mantenerse siempre al pie del cañón, sin temor a la feroz especulación y los aumentos de los alquileres que en los últimos años han expulsado a muchos históricos de la zona. Por eso, el relevo no dependía del dinero. Quería tranquilidad de conciencia al traspasar y seguir oliendo el aroma a croissant desde la ventana de su casa. Para la pastelería ha firmado una opción de compra en unos años, pero del horno no se desprenderá. Estos días lo tienen cerrado por vacaciones, mientras se realizan unas obras en el obrador del sótano.  En breve, cerrarán Santa Clara –de color malva hace 25 años- para pintar y preparar la nueva etapa con otro titular. Por suerte, trabajadores como Clara, que empezó en la casa hace 45 años, lo dejó unos años por conciliación familiar y luego regresó, seguirán al otro lado de la barra, haciendo que el Gòtic conserve rostros amigos. Algo de identidad ante una vorágine de comercios mutantes y centros de ciudades casi clonadas.

Una herboristería pendiente del milagro y una exfarmacia degradada

Los negocios históricos alquilados son muy vulnerables a subidas de renta o finales de contrato que hacen inviable su continuidad. En las últimas semanas ha habido casos sonados, como el de la farmacia de La Estrella, en la calle de Ferran, 7. Los últimos titulares no alcanzaron un acuerdo de renovación y se marcharon con la licencia de actividad bajo el brazo hace pocos meses. El comercio tiene elementos considerados de interés en el catálogo de patrimonio arquitectónico, pero de momento no solo sigue cerrado sino que su fachada muestra signos de degradación y desperfectos en los escaparates, sin que nadie parezca velar por su suerte.

Muy cerca, la Herboristeria del Rei, una joya que incluso apareció en la película 'El Perfume', sigue en jaque. Si no se produce un milagro de última hora y aparece un profesional que continúe con el negocio, los actuales titulares –Joan Antoni y Trini—han precipitado su jubilación para final de mes tras no alcanzar un acuerdo sobre la renta. Aquí el escollo era pactar sobre los ocho meses en que estuvieron cerrados (por pandemia más unas obras que realizó la propiedad), y en que no pudieron abonar por falta de ingreso alguno la totalidad del alquiler. Lejos de negociar, los abogados del dueño les exigen satisfacer el 100% de ese montante o irse antes del 10 de septiembre. Si se marchan con toda su mercancía, es difícil que esa actividad perviva.

La concejala de Comercio, Montse Ballarín, que batalla para tratar de blindar la preservación de la actividad como patrimonio inmaterial y no solo de la arquitectura y estética de los comercios mediante una regulación autonómica, asegura que el ayuntamiento está estudiando como mantener el negocio vivo. Desde el punto de vista patrimonial, está protegido en la categoría E1 (interés especial), lo que obliga a la conservación de toda su fachada exterior, techos, muebles con estantes y vitrinas, barandillas, mostrador y demás. 

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