Barcelonas
Las guitarras que cantan
El lutier Gabriel Fleta construye modelos para todo el mundo desde su taller en Hostafrancs, y su lista de espera alcanza los nueve años

Gabriel Fleta, luthier, en su taller de Sants. /
Es uno de los lutieres más prestigiosos del mundo y trabaja en unos discretos bajos de la calle Farell, en Hostafrancs, desde donde vende sus guitarras únicas a franceses, chinos y argentinos. Él es Gabriel Fleta, tercera generación de orfebres, penúltimo eslabón de una saga que se las ha visto con los gigantes: Andrés Segovia se hizo en 1955 con su primera Fleta, que paseó por las salas de concierto de todo el mundo, y confían en la casa ases como el australiano John Williams, el japonés Ichiro Suzuki (el que fue primer director del Festival de Guitarra, hoy Guitar BCN) y nuestro convecino barcelonés Paco Ibáñez.
Les diré la verdad: fue Paco quien me trasladó, a modo de queja cordial, que era necesario hablar de los Fleta, contar su historia y recalcar que en Barcelona reside “el alma de las guitarras”, y que conviene “hacer justicia”, y que se sepa. Como sus deseos son órdenes, aquí estamos, tomando asiento en ese taller desde cuya pared nos miran concertistas de otro tiempo. “Esa de ahí es María Luisa Anido, y aquel, Eduardo Sainz de la Maza”, me ilustra Gabriel, transmisor de un saber hacer que nació con el abuelo Ignacio, originario de Huesa del Común, Teruel, quien en los años 30 y 40 elaboró guitarras, violines y violas para la insigne agrupación Ars Musicae. El testigo pasó a Gabriel padre y al tío Francisco, mientras él crecía “jugando con las maderas” y enamorándose del oficio. “Recuerdo observarles cuando trabajaban, preparando la cola caliente”, rememora. “Era como alquimia, algo mágico”.
De Andrés Segovia al mundo
Gracias en parte al maestro Segovia, “un andaluz con retranca, muy carismático”, la guitarra salió del “mundo de capillitas y audiciones en casas privadas” y se lanzó a la conquista planetaria, de Nueva York a Shanghái. Se abrió ahí paso el distintivo sello Fleta, inspirándose en el comportamiento de la voz humana y del violoncelo. “A mi abuelo le gustaban esos dos sonidos y los trasladó a la guitarra. Quería que la nota cantara, con modulación, y que el reposo se apagara poco a poco. Así es la guitarra Fleta”, explica Gabriel con su lenguaje de artesano, con el que me habla de la garlopa (variante del cepillo de carpintero), de la madera de palo santo y de la ‘filetería’ que decora los instrumentos.
Esta es una profesión solitaria, tan llena de matices y de memoria acumulada que hace casi imposible incorporar un ayudante. “Ya me gustaría, pero es difícil. Yo tardé siete u ocho años en controlar un poco el oficio”, revela Gabriel. Tiempos largos, los suyos: las guitarras las construye de dos en dos, y a lo sumo alcanza a producir un par de parejas al año. “Solo el barniz supone dos meses”, deja caer. Vínculo intenso, el que establece con el prototipo que va cobrando forma hasta el día de tensarle las cuerdas y oírlo sonar. “En ese momento me he llegado a poner a llorar”, confiesa. Los plazos de entrega son de locos. “Ahora estamos en los nueve años”, informa consciente del impacto en el interlocutor. “¡Y en otros tiempos llegaron a ser veinte!”.
Como este artículo comenzó con un ruego de Paco Ibáñez, le llamo desde el taller antes de despedirnos. “¿Qué, ya has visto las guitarras? ¡Con solo mirarlas, ya suenan! ¡Cada nota es una ofrenda a Johann Sebastian Bach!”. Ya me lo imagino al galope, tomando las riendas de su Fleta: “Jinete del pueblo, que la tierra es tuya”.
Surfeando la pandemia
Con esa lista de espera, no parece que la pandemia haya alcanzado a Fleta, si bien “siempre puede haber alguna cancelación” (por baja del cliente: hablamos de nueve años). Si pudiera, Gabriel multiplicaría brazos y dedos para dar abasto. “Me da pena hacer esperar alguien que está en el momento justo para tocar”.
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