BARCELONEANDO

Comer caliente

Hemos cambiado algo muy antiguo, las castañas asándose en el fuego, por otra cosa aún anterior, que viene de la prehistoria aunque ahora creamos que nos la envía Hollywood

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Javier Pérez Andújar

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Hemos cambiado algo muy antiguo, las castañas asándose en el fuego, por otra cosa aún anterior, que viene de la prehistoria aunque ahora creamos que nos la envía Hollywood, o la HBO, desde los extintos almacenes Sears, o que nos lo trae algún repartidor explotado de Amazon o Deliveroo (antes de que nos cayera el meteorito económico en el cretácico de esta era digital, ser 'mensaka' fue un trabajo combativo y orgulloso, los 'mensakas' eran los mineros asturianos y galeses del paquete entregado, pero esto también se lo han cargado).

Lo cierto es que Halloween es más viejo que las castañas. Fue lo primero de todo. Los muertos siempre han estado antes que los vivos. No quiero decir cronológicamente, sino en lo tocante a la cultura. Los fantasmas, los espíritus de los bosques, los troncos (en Francia aún se los comen en navidad, nosotros los hacemos cagar), las calabazas encendidas, que en realidad no son sino sustitutas mansas de los cráneos, de las calaveras utilizadas en los ritos funerarios, en los sacrificios... Todo eso está en la semilla de lo que ahora somos y llamamos religión, cultura, política, teatro (con la palabra tragedia se designaba en la antigua Grecia la voz del macho cabrío, los manuales le dicen canto, y en el diccionario sale como balido, y en este caso alude al grito que daba el animal cuando moría ofrendado a Dioniso).

Los mensakas eran los mineros asturianos y galeses del paquete entregado

Hay mucha gente (cada vez menos, cada vez más vieja) a la que le horroriza celebrar Halloween aquí, a orillas del Mediterráneo, porque considera que nos desesencia, que nos devalúa en lo que somos. A mí también me incomoda, pero no por esa razón, sino porque ver a los niños con la cara pintada de blanco y esas rayas de sangre de maquillaje nos recuerda claramente lo que fuimos. ¿Se acuerdan de aquella serie sueca infantil que se titulaba 'La piedra blanca'? Era hipnótica, y ahora da escalofrío evocarla porque nos hablaba de algo muy profundo, nos plantaba ante los ojos a nuestro ser atávico. Estaba protagonizada por una niña y un niño que se pasaban los episodios superando pruebas para conseguir una piedra. Niños rubios y socialdemócratas, la daban en los 70. Pero también la socialdemocracia acabó con el sacrificio de Olof Palme. La serie, el libro previo de Gunnel Linde (aquí lo editó Alfaguara, todo está en los libros), había convertido en género de aventuras lo que es el paso ritual de los niños a la edad adulta.

Los antropólogos describen cómo se ha hecho esto en las tribus de todo el mundo. Internan a los niños en el corazón del bosque, los abandonan en una cabaña con una maga o un mago, en algunos sitios los circuncidan, en otros les cortan la punta de un dedo, los envuelven en pieles de animales o los meten dentro de animales muertos, les hacen tomar un una bebida o un alimento maravillosos, y en todo momento les causan sufrimiento y dolor para transformarlos. En Hänsel y Gretel, en Pulgarcito, en el Patufet también se explica todo esto.

Hoy todo lo que creemos superado, todo lo que hemos condenado por primitivo a lo largo de los últimos siglos, continúa palpitando en el exilio de la infancia (la condición humana es un plano cartesiano del destierro: crecer significa la expulsión de la inocencia infantil, y en los niños está desterrado todo lo que hemos dejado por el camino: entre las venus de piedra prehistórica, la de Willendorf, la de Lespugue, la de Laussel..., y las muñecas que se regalan por Reyes hay un hilo invisible, un juguete no es más que un dios o una herramienta mágica caídos en desgracia; un cuento de hadas es un mito en el que se dejó de creer).

La socialdemocracia acabó con el sacrificio de Olof Palme

A saber qué comida ritual, qué antropofagia estamos encubriendo cuando ahora devoramos castañas en el día de los muertos. El castaño, el haya, el roble, la encina, en botánica son árboles de la misma familia y asimismo son los árboles de las leyendas y de los dioses celtas. Por eso las distintas tradiciones los juntan y los confunden, y por la misma razón también sus frutos se mezclan en los versos de los poetas. Lo cantaba Paco Ibáñez, pero la letra, la letrilla, era de Góngora: ¿de qué puede tener uno lleno el brasero para que todo vaya bien sino de bellotas y castañas? Del mismo modo, el boniato nos recuerda que fuimos campesinos entre las nieves de la Edad Media, que esto que hacemos procede de antes de que Colón llegara a América y se llenase Europa de tomates y patatas. Y que esos productos de la tierra que ahora consideramos tan nuestros, tan propios de nuestras huertas y de nuestra alimentación cotidiana, es lo auténticamente americano. Halloween fue un regalo que le hizo el viejo continente al nuevo mundo, lo mismo que la viruela.

Todo vuelve, lo dijo Nietzsche abrazando a un caballo impotente que caía a latigazos. Nuestros orígenes están tan cerca de la calabaza sonriente en la ventana como del boniato que asa la castañera. La americanada es el pan con... tomate. También han vuelto los fríos días de comer caliente, del caldo, de la cuchara. Detrás de todo sacrificio hay un estómago dando las gracias.