MERCADOS

Carta de Santa Caterina a Sant Antoni

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zentauroepp44901298 barcelona 04 09 2018 barcelona carta de santa caterina a s180905195832 / RICARD CUGAT

Carlos Márquez Daniel

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Pocos minutos después de las diez de la mañana, un lunes de septiembre, el mercado de Santa Caterina acumula ya varias horas de trabajo, tanto de cara al público como, sobre todo, entre bambalinas. Los pasillos están aireados, no hay agobios y el pescado se toma su tradicional día libre. No muy lejos de aquí, al otro lado de la Rambla, también se despereza Sant Antoni, un primo hermano que acaba de estrenar edificio y con el que comparte muchas cosas: unas obras que se alargaron más de lo previsto, una ubicación golosa para los turistas, un urbanismo amable para las personas. Y una ciudad cambiante de la que nunca quedan al margen. Santa Caterina pasó por el cambio hace más de una década. Eso le da perspectiva y cierta sabiduría. Esta es su experiencia, contada por sus protagonistas. Toma nota, Sant Antoni.

Basta un buen rato para darse cuenta de que nadie está aquí por obligación. El hecho de que este sea un trabajo vocacional, generacional y pasional, añade un plus de credibilidad a cada una de las voces escuchadas. En cada crítica, una receta; en cada lamento, una esperanzaLidia Benavides regenta el primer comercio que uno encuentra cuando entra por la puerta principal de la avenida de Francesc Cambó. Vende huevos. Huevos de los buenos. “No como los que puedes comprar en esas tiendas que abren todo el día y todos los días del año. Que por cierto, nos han hecho mucho daño y no entiendo cómo es posible que el ayuntamiento permita que cada vez sean más y que vendan absolutamente de todo”. Está cansada de la competencia que considera desleal, pero está tranquila porque, dice, todavía son muchos los que saben diferenciar un huevo pata negra de un huevo enclenque. “Muchos clientes vuelven alucinados por el tamaño de la tortilla, o porque el pastel les subió muchísimo al hornearlo”.

La señora del carrito

A Sant Antoni le aconseja que cuide mucho al cliente de siempre. “La señora mayor con el carrito, el anciano que viene con la bolsa de plástico”. Por eso insiste, cuando abre el melón del turismo, que esto es “un mercado, no una atracción”. Dice que mucha gente dejó de ir a la Boqueria y vinieron a Santa Caterina porque aquello era un sinvivir de cámaras y camisetas de tirantes, pero ahora, aquí también cada vez son más los que se quejan de las aglomeraciones. Protesta también de que la calefacción y el aire acondicionado no funcionan, del frío del invierno y el calor que acaban de pasar, y receta “más protección para un mercado que es vital para que el barrio tenga vida”.

David Barroso adquirió la carnicería cuando Santa Caterina estaba en la carpa provisional de Lluís Companys. Eran los tiempos de las vacas locas, así que sin duda estamos ante un personaje con determinación. Hoy es el vicepresidente de la Asociación de Paradistas del mercado y habla con una claridad de esas que incomodaría a cualquier concejal del ramo. A Sant Antoni le recomienda muchas cosas, pero se pueden resumir en cinco: “Man-te-ni-mien-to”. Lo tiene clarísismo. Pide aparcar el tema de los turistas para fijarse en algo que tiene que ver con la matriz de la lonja. “Al ayuntamiento le encanta construir o reformar mercados, pero no se siente tan a gusto cuando se trata de mantenerlos en buen estado”. El edificio, reabierto en mayo del 2005 bajo la batuta de la dupla de arquitectos formada por Enric Miralles y Benedetta Tagliabue, presenta deficiencias “casi desde el primer día”. Barroso afea al consistorio que se preocupa más por el continente que por el contenido. “Que miren muy bien la letra pequeña sobre el mantenimiento del mercado, porque aquí solo han pasado 13 años y ya tenemos muchas cosas que no están bien”. Y no solo eso, según este carnicero, el Instituto Municipal de Mercados (IMM) les dio una respuesta hace unos meses que les dejó perplejos: “Tenéis la piel muy fina”, cuenta que les dijeron, ante las quejas sobre el frío durante el pasado invierno.

Dichosas palomas

Es una misma cosa con dos velocidades; con dos varas de medir. Hay quien opte por la postal, por la magnífica cubierta de mosaico que simula los colores que pueden encontrarse dentro del mercado, y hay quien se pasa el día ahí metido y prefiere fijarse en las condiciones de trabajo, en el montacargas o en las dichosas palomas, que usan las vigas metálicas que soportan la estructura como cagadero. “Ahora no las ves porque están escondidas, pero cada mañana tenemos que pasar la máquina para quitar toda la mierda que van dejando. Incluso ha habido denuncias contra el ayuntamiento de clientes a los que se le han cagado encima”. Basta un vistazo a las cristaleras para evidenciar los kilos de caquita que se acumulan sobre el mercado. Por lo visto, apunta Barroso, el acuerdo es que el consistorio se encargue del mantenimiento a partir de una altura de dos metros. No se ve ni un excremento por debajo de esa cota. “Tendremos que contratar a un cazador”, bromea el carnicero Pere Font, que aprovecha para quejarse de un edificio “que es más un monumento que un lugar cómodo para trabajen 500 personas”.

Sobre los ascensores, Barroso muestra una plancha metálica de poco más de un palmo en uno de los lados. Hace unas semanas hubo una inspección y les dijeron que aquel agujero obligaba a cerrar la instalación. Lo taparon, y listos. Parte de los bajos están carcomidos, sea por los golpes o por la corrosiva sal del pescado, que se agarra al hierro y se lo va comiendo poco a poco. “Nosotros también podríamos haber cuidado un poco más el montacargas, eso es cierto”, asume. Luego están las goteras. O las cataratas, según se mire. Las han grabado en vídeo y mandado al IMM. Dice que sin suerte. Hace un par de semanas tenían una caída de agua que requería de seis cubos, uno al lado del otro. “Estas son las cosas que Sant Antoni debe tener claras: que el edificio es muy bonito, y que va a llamar mucho la atención, pero que en poco tiempo puede que tenga problemas y ellos deben estar muy encima para quejarse y hacer todo el ruido que puedan”. De hecho, las tormentas de este verano ya han dejado cascadas de agua tanto en el interior como en las paradas exteriores de Sant Antoni. 

Sobre el turismo, Santa Caterina aplica desde hace algunas semanas el veto a grupos de más de 15 personas los viernes y sábados (de abril a octubre), como ya hace la Boqueria. Barroso invita a Sant Antoni a sumarse a la iniciativa si no quiere que la convivencia entre forasteros y nativos empiece a torcerse. Lo suyo ha sido más preventivo que otra cosa, ya que, sostiene, todavía no se había llegado a una saturación preocupante.

El entorno del mercado no se ha librado de la transformación. Y también ahí fuera son evidentes los efectos tanto de la nueva Barcelona como de los efectos que cualquier mercado tiene en el tejido socialcomercial y emocional de cualquier barrio. Jordi Giralt es la tercera generación de la Granja Camprodon. El local es suyo, no tarda nada en admitirlo. “Si no, no podríamos estar aquí, de ninguna manera”. Las obras del mercado les hicieron un daño relativo, ya que cada día venían a desayunar el grupo de arqueólogos que peinaban el suelo en para moldear los restos de la antigua Barcino. Hoy, cuenta, sobrevive, “lo justo para cubrir gastos y unas pequeñas vacaciones”. Su principal objetivo es mantener al cliente de aquí, sin fallarle al turista que viene por una tapa o un refresco. “Pero es el de toda la vida el que no falla, no el excepcional al que no verás nunca más”. Dolors Bosquet, propietaria del herbolario sito en la calle de las Colomines, piensa igual. “A un turista no puedes fidelizarlo nunca. Aquí hay mucha rotación comercial, pero solo con aquellos locales que se dedican solo a satisfacer a los visitantes. Las tiendas pensadas para el barrio, aunque con problemas, sobreviven. También creo que el turista está harto de las mismas tiendas en todo el mundo, por eso le gusta lo auténtico”.

Dentro del mercado, Joan Hernández, propietario del Bar Joan, explica mientras come unas alubias con pollo de segundo que a ellos el turismo les viene bien, aunque entiende que los comerciantes se quejen porque entorpecen la actividad de Santa Caterina. Está encantado con que venga gente de fuera a consumir. “Pero sin los de aquí no podría sobrevivir”. Terminamos con María Dolores Romera, que atiende en la tienda de legumbres y frutos secos Josep. “A Sant Antoni solo me atrevo a recomendarles una cosa: que nunca no dejen de ser ellos”.