BARCELONEANDO
'Els altres catalans A.C.'
El Museu d'Arqueologia de Catalunya echa el resto para resucitar a nuestros tatarabuelos iberos
El Museu d’Arquelogia de Catalunya se ha puesto de parto. Feliz noticia porque la tasa de fecundidad cultural, se mire como se mire, siempre es baja. Es un alumbramiento insólito, pues ha requerido la participación de media docena larga de comadronas, todos ellos periodistas y escritores. La idea fue de Josep Manuel Rueda, director del museo, empeñado en resucitar a los pobres iberos, la primera civilización de por aquí, que no sobrevivió a las dos grandes guerras mundiales de la antigüedad, las púnicas, entre Cartago y Roma. En los libros de texto escolares del franquismo, de los iberos se incluía ineludiblemente, cómo no, una semblanza de Viriato, el Astérix español, y también una foto de la Dama de Elche, escultura sospechosamente helénica, pero apenas nada más. El resto de lo que aquella civilización fue es hoy como la niebla de silent hill. Puré de guisantes.
Viriato y la Dama de Elche, a eso se redujo lo que debía saber un niño en la escuela sobre los iberos
Total, que Rueda tuvo una idea más loca que la de Aníbal con su Circo Raluy de los Alpes. Echo mano de su lista de sospechosos habituales, o sea, escritores y periodistas que de vez en cuando recalan en su museo, y le asignó a cada uno de ellos lo que vendría a ser una vegueria ibera avant la lettre, es decir, una unidad territorial más o menos homogénea de aquel primer pueblo con escritura propia de la historia indígena de esta esquina de la península, es decir, gente como los layetanos, los ausetanos, los ceretanos, los indigetes, los ilergetes, los cessetanos, los ilercavones…
Uno a uno, Rueda contactó con los malalts d’arqueologia de su agenda de teléfonos para que fueran, vieran y, llegado el caso, vencieran, gente como Julià Guillamon, Daniel Romaní, Anna Sáez, José Ángel Montañés, Ignacio Orovio y, cómo no, el perejil de todas las salsas en ocasiones así, Jacinto Antón, que asegura que desenvainó la gladius romana que, porque nunca se sabe, guarda en casa y se la llevó al yacimiento de Ullastret, la repera de los poblados iberos, ni que sea por esos estupendos cráneos perforados con un clavo que allí se descubrieron en una excavación.
El día del susto
Lo del gladius tiene su qué, porque esa espada corta de la legión romana no era más que una copia mejorada de la muy ibera falcata, que bien empuñada segaba vidas como espigas de trigo. En el MAC tienen un par de ellas en las vitrinas, cara al público. Cuentan que la primera vez que los romanos se las vieron con los iberos se llevaron un sorpresón, tanto que pusieron a sus herreros a trabajar para reforzar los escudos, no fuera que a la segunda les volviera a pasar lo mismo que a la primera, que recibieran su propia medicina de ira y fuego, según la conocida receta de Máximo Décimo Meridio.
La cuestión, por no perder el hilo, es que el parto practicado en el Museu d’Arqueologia es el de una inusual colección de guías sobre el pasado ibero de Catalunya, un poco, según se mire, una versión A. C. de Els altres catalans de Paco Candel, corregida y aumentada, porque de aquellos tatarabuelos de los que están leyendo estas líneas no se acuerda por aquí apenas nadie. Vale, eran peludos, como dejó escrito para la posteridad Aristófanes, y comían conejo, algo rarísimo en la antigüedad, pero como antepasados que son no se merecen un olvido tan persistente.
Como urbanistas eran gente singular. Ahí donde veían una colina defendible, fundaban una villa
La iniciativa de Rueda es modesta presupuestariamente, pero a la par ambiciosa. Le recuerda a legión de curiosos por el pasado que seguro que cerca de casa tienen un yacimiento ibero, porque crecieron como champiñones, y algunos de ellos son emocionantes de visitar. Este era un pueblo que allí donde veía una colina fácil de defender fundaba una villa, y en una orografía como la catalana apetece imaginar esas noches de antes de la llegada de los romanos, en que desde un poblado se divisaba la luz de las hogueras del siguiente enclave. Desde Puig Castellar, en Santa Coloma de Gramenet, se divisaba a los iberos de Ca N’Oliver, en Cerdanyola, y también a los layetanos de Montjuïc. La cadena unía, llegado el caso, Ullastret, en el Baix Empordà, con la Moleta del Remei, en el Montsià.
El debate envenenado
Aquel pasado autóctono, sorprendentemente, es orillado porque apetece más realzar otras etapas de la historia local que sirven para bruñir el presente político, y ahí está, como ejemplo, el envenenado debate sobre si referirse a la Corona de Aragón como la Corona Catalanoaragonesa es más que una licencia lingüística, discusión absurda para quienes (que los hay) sostienen que el enraizado carácter comecuras, libertario y republicano de Barcelona es una consecuencia directa de que en esta ciudad apenas nunca ha residido un rey de forma permanente. A lo mejor es una ciudad más ibera de lo que parece.
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