El 'Titanic' catalán

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ANDREAS GONZÁLEZ / BARCELONA

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Se registraron «escenas tristísimas». «Varias señoras hubieron de ser atendidas de síncopes y ataques nerviosos en las farmacias», explicaba hace ahora un siglo 'El Noticiero Universal', que relataba que «numerosísimas personas, parientes o amigas de los náufragos», habían acudido en tropel a las oficinas de la Compañía Trasatlántica, en la Rambla, a pedir «detalles de la catástrofe». En el puerto, en la Barceloneta, donde buena parte de la tripulación tenía a sus familias, las banderas de las sociedades marítimas fueron izadas a media asta. 'Impresión en Barcelona', tituló 'Las Noticias', que se dolía de que el naufragio había llevado «el luto y la desolación a tantos hogares».

Como el 'Titanic', el más modesto vapor correo de Filipinas 'Carlos de Eizaguirre' –un trasatlántico de 114,47 metros de eslora y 4.375 toneladas de desplazamiento, propulsado por dos máquinas de 3.173 caballos de triple expansión con hélices independientes, todo un prodigio tecnológico para la época– había zarpado en un mes de abril, aunque cinco años más tarde, en 1917. Iba rumbo a Manila, cubriendo el trayecto de la línea regular inaugurada en 1884 con la antigua colonia. Por segunda vez iba a circunvalar África por el cabo de Buena Esperanza, después de que, a un año y medio de la conclusión de la Gran Guerra, se hubiera decretado el cierre del canal de Suez para los barcos no aliados.

PARTIDO EN DOS

El 26 de mayo, 35 días después de partir de Barcelona, el 'Eizaguirre' halló su particular 'iceberg' en forma de mina a la deriva a 25 millas de Ciudad del Cabo (Sudáfrica). Fue uno de los hundimientos más rápidos de la historia. Apenas cuatro minutos tardó en partirse en dos y desaparecer por completo bajo las aguas. La tarde anterior, el buque había avistado la isla de Robben. En medio de un duro temporal, con lluvia y mar arbolada que dificultaban las maniobras, el capitán, Fermín Luzárraga, había decidido variar la derrota del barco para no alcanzar el puerto de la ciudad sudafricana, bajo mandato británico, hasta el alba. Al día siguiente tenía previsto obsequiar al pasaje con una excursión a Table Mountain, el macizo de cumbre aplanada que sirve de espléndido mirador de la ciudad, como había hecho en el viaje anterior.

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Pero la precaución de posponer la entrada en el puerto resultó fatal. A las tres y media de la madrugada, cuando el grueso del pasaje y la tripulación dormían, una formidable explosión abrió un boquete en la segunda cámara del barco, por estribor y bajo la línea de flotación. En los siguientes minutos murieron 134 personas: 84 tripulantes, incluido el capitán, y 50 pasajeros, entre ellos 5 niños pequeños y 12 mujeres. Solo se recuperaron ocho cadáveres. Algunos, como el del cuarto maquinista, Onofre Manzanares, «se hallaban espantosamente devorados» por tiburones, recogería un informe posterior. Milagrosamente, 25 personas vivieron para contarlo.

Niños por la borda

Lo del milagro se entiende mejor leyendo las declaraciones de los supervivientes, conservadas en el archivo del Museu Marítim de Barcelona. Aunque tras la última escala, en Las Palmas, se había hecho un simulacro de salvamento y abandono del barco, en medio del temporal y a oscuras –enseguida se apagaron todas las luces de las toldillas de cubierta– los aterrados marineros no acertaban a descolgar los botes. A una de las barcas –relató el viajante de comercio barcelonés Ricardo de la Torre, uno de los dos únicos pasajeros supervivientes– se habían subido «un padre y tres criaturas de 4 y 5 años cuando se vino abajo «por uno de los extremos (…), lanzando con ello al agua a aquellos seres infelices mientras la esposa y madre respectiva de los mismos quedaba junto a la borda profiriendo gritos estridentes de auxilio y asistencia».

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De la Torre se salvó con otras 23 personas en el bote número 6, el único de los ocho que pudo ser arriado. A él renunció a subirse el telegrafista, Alfonso Macho, que se quedó emitiendo inútiles llamadas de socorro. En 1923, un escrito publicado en 'La Vanguardia' se dolía de que la Trasatlántica había dado «por toda recompensa 500 pesetas a la hermana de aquel héroe, que vivía con él compartiendo su sueldo». Además de los ocupantes del bote, solo se salvó el ayudante de máquinas Alejandro Fernández, que logró saltar al agua y agarrarse 32 horas a un precario tablón de madera.

La Trasatlántica supo del hundimiento solo 11 horas después de producirse, cuando su agente en Ciudad del Cabo envió un telegrama en el que ya señalaba que el barco se había ido a pique «por una explosión externa». La alarma cundió en la naviera, pues el 'Eizaguirre' no había sido asegurado contra riesgos de guerra. Por ello, decidió no hacer pública la noticia y se limitó a informar discretamente a sus delegaciones con cuatro telegramas cifrados en los que omitía intencionadamente la causa del naufragio. «Termidor permutar transformado riel cerca de joya Robben ('Eizaguirre' perdido totalmente cerca de isla Robben)», comenzaba el primero.

El día 28, cuando corrían por Barcelona los primeros rumores de la tragedia, un directivo de la compañía anotó en rojo en una cuartilla cuadriculada: «Don Claudio [López, el segundo marqués de Comillas, propietario de la naviera] está ya enterado del accidente (…) Le prevengo que llevaremos esto con toda reserva y diremos que se trata de un accidente ordinario».

UNA FORTUNA EN JUEGO

A la vez, se redactaba un informe para el marqués en el que se admitía que la causa más probable del hundimiento había sido una mina y se le informaba: «No vemos claro que pueda atribuirse dentro de la denominación genérica 'riesgos o fortuna de mar'». El 'Eizaguirre' había sido asegurado únicamente por este concepto en Francia por 2.900.000 francos. Había, pues, mucho dinero en juego.

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Los diarios de Barcelona, cuando por fin informaron de la tragedia, recogieron la versión de la empresa, cumpliendo lo que esta plasmó en otra nota interna: «Dado el régimen de censura en que tiene el Gobierno a la prensa, podremos conseguir fácilmente que esta se abstenga de publicar detalles sobre las probables causas del siniestro». Así, 'La Vanguardia' y 'El Noticiero Universal' incluyeron un párrafo calcado, como dictado por una mano negra para desmentir los rumores que empezaban a extenderse: «La mayoría [de expertos] coinciden en no admitir la posibilidad de que el buque chocara con una mina a la deriva teniendo en cuenta la enorme distancia que se encuentra el lugar del suceso de las zonas minadas. En general, se cree que el 'Eizaguirre' debió encontrarse con algún temporal de los que son tan corrientes en el cabo de Buena Esperanza, zozobrando o chocando contra algún bajo».

La verdad, mientras, se ocultaba entre bambalinas. Quedó documentada en otra nota reservada de la Trasatlántica el 2 de junio. En ella se daba cuenta de una reunión en Madrid con el presidente del Gobierno, el liberal Manuel García Prieto, en la que la compañía le había informado de su decisión «de orientar a la opinión pública en el sentido de que se trata de un accidente de mar». Al tiempo, le había pedido ayuda para presentar «una reclamación a Inglaterra» ante la sospecha de que la mina que había hundido el 'Eizaguirre' era «de las que pudieran haberse colocado para las defensas del puerto» sudafricano.

DECORADOS EN CUBIERTA

El almirantazgo inglés lo negó y dio como «hecho ejecutoriado» [que no admite recurso] que se había tratado de una mina a la deriva del buque corsario alemán 'Wolf', que en un periplo de 451 días de ida y vuelta entre Alemania y Nueva Zelanda acabó hundiendo 30 barcos y capturando 467 prisioneros y un botín de más de 40 millones de marcos. El también llamado 'Buque Negro', que navegaba simulando ser un inofensivo mercante, ocultaba sus cañones y el hidroavión de reconocimiento que llevaba a bordo y cambiaba constantemente de apariencia mediante decorados en la cubierta, había sembrado un campo de minas frente a Ciudad del Cabo y otro más al sur, en el cabo de Agujas.

Aunque tenía puntos débiles, como que el 'Wolf' había dejado esas aguas cuatro meses antes y que ninguna otra de sus víctimas había zozobrado tan rápido -por lo general tardaban entre 15 minutos y dos horas en irse a pique-, acabó siendo la versión aceptada. Los directivos de la Trasaltántica también habían leído en el 'Times' del 9 de marzo que el primer lord del almirantazgo inglés, sir E. Carson, admitía que sus buques habían colocado minas en la zona. Pero, aparentemente, nadie investigó más.

{"zeta-legacy-despiece-horizontal":{"title":"Un banquete a bordo\u00a0para presentar el barco en Manila","text":"Molina Font document\u00f3 asimismo un incidente ocurrido en el viaje a Manila de mediados de 1916, cuando embarc\u00f3 una compa\u00f1\u00eda formada por 31\u00a0comediantes\u00a0de ambos sexos. Varios pasajeros se escandalizaron por \u00abla\u00a0conducta liberal\u00bb y los vaivenes de las artistas por los camarotes, hasta el punto que el capit\u00e1n Luz\u00e1rraga recorr\u00eda todas las noches y a distintas horas el barco para mantener\u00a0el orden y el decoro."}}