Un milagro de diciembre

Por 10 euros la noche el turista tiene derecho a una cama en litera y baño compartido en un hostal semi vacío y tranquilo

Albergues

Albergues / periodico

MAURICIO BERNAL / BARCELONA

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El hostal –una casita de dos plantas y sótano– se encuentra en una ladera adyacente al parque Güell –“a cinco minutos caminando”, reza la publicidad– y comoquiera que es invierno y la ciudad está falta de enjundia, el lugar está más o menos vacío. “Habéis venido la noche más floja del año”, resume la propietaria. Parece que es una situación extendida, al menos en el sector hostales, a juzgar por la respuesta que han repetido en todas partes como un mantra: “Hay mucho sitio, puedes venir sin reservar”. Seguro que en agosto esto es un demente ir y venir de mochileros, y seguro que cada metro cuadrado de cama es objeto de ofensiva hostil, y seguro que se satisfacen con creces los supuestos de algún tópico salvaje, pero esta noche de diciembre hay un silencio de visos monacales y una soledad de pasillo de convento. No pasa nada, no pasa nadie. Los pasos que se escuchan por la noche son los que fabrica uno mismo.

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“Please, don’t smoke marihuana”, reza un cartel junto a la recepción. “Os voy a poner en la habitación de 12. Seréis vosotros y otras dos personas”. La llave que abre todas las puertas es una pulsera negra con un plato que le da aspecto de reloj. Es lo que recibe el cliente al registrarse. Eso y una bolsa con sábanas limpias. ¿Qué compran 10 euros en diciembre en la ciudad de Barcelona? Compran una habitación compartida con anchura de pasillo, casi con aspecto de vagón de tren; compran una cama de litera, ni muy ancha ni muy estrecha, ni muy cómoda ni muy incómoda; compran una cortina individual que da ilusión de privacidad. Visto con perspectiva, es mucho, teniendo en cuenta que 10 euros en agosto no deben conseguir nada, si acaso una carcajada: “¿Diez euros? ¿Quiere dormir por 10 euros? ¡Muchachos, vengan a ver, hay un tipo que quiere dormir por 10 euros! No se vaya, no se vaya. Tienen que ver esto”. Convertirse en leyenda: el tipo que quiso dormir por 10 euros en medio del verano.

UN PERSONAJE DESALIÑADO

Descubrimientos que se llevan a cabo una vez se ha tomado posesión de la litera: hay una repisa para los objetos personales y una poderosa luz de neón que ilumina el cubículo como si refulgiera un sol en su interior. Hay calefacción y hay mantas. De los dos compañeros de habitación, uno resulta ser un hombre sobre la treintena, un personaje desaliñado y con los rastros de un agresivo acné en el rostro, oblicuo, extraño, de los que no producen tranquilidad, al que no es difícil imaginar confesando que acaba de abandonar la cárcel: el tipo de personaje que en verano difícilmente pisaría un alojamiento como este. El otro, no se sabe: todo el tiempo permanece parapetado en su litera, y solo una vez da verdaderas señales de vida, a la mañana siguiente, cuando envía una mano a través de las cortinas a rebuscar en un cajón. Una mano de huesos finos, delicada, femenina. Una mujer. Al fin y al cabo, la habitación es mixta.

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Por 10 euros la noche, el cliente de esta semana prenavideña tiene derecho a sentirse una especie de rey, con todo el espacio para él, con casi todo para él: soberanamente puede recorrer cada vericueto del inmueble –es ese tipo de inmuebles– sin toparse con nadie, recabando alguna prueba de que no está del todo solo en la nevera comunitaria, por ejemplo, donde hay cartones de leche y trozos de queso, además de algún tomate, pero sintiendo por lo demás que tiene casi toda la casa por 10 euros para él. Los espacios comunitarios son tres: un comedor en el sótano, una terraza provista de mesas y hamacas y un pequeño salón junto a la recepción donde hay libros en varios idiomas y un sofá y una máquina surtida de bebidas y comida. A la vuelta de la cena, el sofá lo ocupa una pelirroja mirando su ordenador. No es la mujer de los dedos finos.

Quizá el desayuno tenga el poder de sacar a los clientes de sus madrigueras: de sus pequeñas literas con cortinas. Los de los quesos, los de la leche. Quizá sea el ritual llamado a reunirlos a todos, los cuatro o cinco o seis que hay en todo el edificio. Puede que en ese escenario aparezca –por fin– un rostro tras las manos finas. Pero no. Por 10 euros la noche –un milagro de diciembre– al final uno tiene derecho a una noche con fantasmas.