¿Hay además una burbuja del alquiler?

La librería Sant Jordi, en la calle de Ferran, en una imagen de hace dos semanas.

La librería Sant Jordi, en la calle de Ferran, en una imagen de hace dos semanas.

CARLES COLS / BARCELONA

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Quedan solo 58 días para extinción irremediable de un número indeterminado de comercios del centro de Barcelona. Con el fin de año expirará la prórroga que le fue concedida en 1994 a los alquileres de renta antigua. El cambio de paisaje que se avecina en el corazón de Ciutat Vella y en el tronco central del Eixample apenará a muchos barceloneses, seguro, pues si hasta 'The New York Times' ha reparado en ello (lo hizo el pasado 19 de octubre), será que la destrucción patrimonial que se avecina es de aquellas que perdurarán en la memoria. Todo eso, en cualquier caso, está poco o mucho ya contado. Un punto de vista distinto tal vez sea la guerra sucia que desde hace semanas tiene lugar en el centro de Barcelona. Algunas de sus víctimas sostienen que hay una burbuja de los alquileres tal cual como en el 2007 la había de la vivienda. Un viaje a la trastienda de lo que sucede en el centro puede resultar muy revelador. Y triste.

En la calle de Llibreteria se pagan 12.000 euros al mes por un minúsculo local de venta de camisetas. No se trata de un producto exclusivo o raro. Son solo las camisetas de cuestionable buen gusto que han tomado el relevo del sombrero mexicano como suvenir típico de la ciudad. Como esa, hay un par de decenas más de tiendas en un radio de menos de 200 metros. La venta de fundas para el teléfono se supone que da para pagar 20.000 euros de alquiler en la calle de Ferran. Un pequeño súper junto a la plaza de Sant Jaume (vamos, un 'paquis', en el argot barcelonés que todo el mundo entiende) abona una renta mensual de 16.000 euros. A los comerciantes de toda la vida no les cuadran las cuentas. Saben cuánto hay que vender para pagar esos alquileres. Algunos prefieren exponer sus sospechas sin que salga publicado su nombre, entre otras razones porque tienen aún abierto el frente de la renegociación de su alquiler.

Emma (el nombre es ficticio, la historia no) tiene un establecimiento de alimentación muy cerca de la plaza de Catalunya. Hace años que intenta renegociar al alza el alquiler de su tienda. "El administrador me decía siempre que estuviera tranquila". Sospechó que algo se cocía a sus espaldas cuando un día entró un hombre que quería ver el local, casi tomar medidas. Había visto un anuncio en internet. El local estaba en alquiler y ella no lo sabía.

La suya es una tienda de aquellas que le dan pedigrí al centro, de esas que le gustan al 'The New York Times'. Su clientela es local, pero los turistas se paran frente a ella para fotografiarla. ¿Cerrará? No lo sabe aún. Parece que ha superado un primer trámite. Le han puesto sobre la mesa una renta mensual que, si ajusta los gastos al máximo, cree que puede asumir, pero la sorpresa inesperada han sido la batería de cláusulas abusivas que acompañan al nuevo contrato. Por ejemplo, si lo rescinde antes de que finalice el plazo pactado, se le obliga a pagar un numero de mensualidades adicionales como compensación. Si no es ilegal, es indecente, pues lleva más de 30 años allí y jamás se ha retrasado en el pago de una mensualidad.

Esta, la del abuso, es una música que no extraña en Barcelona. Cuando la burbuja inmobiliaria (no hace tanto), se exigía a veces el pago por adelantado de un año completo por el arrendamiento de un piso. Eran tiempos en los que quienes optaban por la compra de una vivienda pagaban un sobreprecio porque una parte del mercado inmobiliario era un producto de inversión, se compraba y revendían apartamentos en una escalada que tenía mucho de venta piramidal. Así acabó.

Los comerciantes del centro, emblemáticos o no, se creen víctimas de un burbuja no muy distinta de aquella. "Aquí hay marcas conocidas que abren tiendas deficitarias y las mantienen solo por prestigio y, justo a lado, están esos locales en los que miras y casi nunca compra nadie. Entre unos y otros el precio del alquiler ha subido hasta hacerlo insoportable para un negocio convencional", se queja un librero.

La leyenda del abuso

Merece la pena, antes de proseguir, hacer un inciso. Desde que saltaron las alarmas ante la amenaza de un cierre en cadena de tiendas icónicas, ha habido un mantra que se ha repetido muy injustamente. Es aquel que predica que muchos de los afectados se durmieron en los laureles, se acomodaron a pagar un alquiler ridículo, dejaron que pasara el tiempo y ahora lloran.

El caso de Joan Piera desmonta esa acusación. Es el el dueño de Casa Piera. En Barcelona hay solo media docena de tiendas extraordinarias dedicadas a las bellas artes. La suya es una de ellas. "Hace 15 años, vista la nueva ley de arrendamientos urbanos, pedí renegociar el contrato". No se durmió en los laureles. Primero le dijeron que no había prisa. Después vino un sospechoso silencio. Al final no le han dado ni siquiera la opción de renovar el contrato. Su caso es menos dramático que el de otros afectados porque, listo y previsor, compró un local en la calle del Pintor Fortuny y allí se trasladará la totalidad del negocio a finales de diciembre. Casa Piera sobrevivirá pues al 2014, lo cual tal vez no pueda decirse del encanto que tenía la calle del Cardenal Cassanyes, donde desde 1941 estaba abierta al público la tienda, a dos pasos de la librería Documenta, otra víctima de la ley de arrendamientos urbanos.

La cuestión es que Piera tuvo la sensación de chocar con el impenetrable muro del administrador de la finca, una colisión que describen de forma prácticamente invariable la mayoría de los comerciantes que se enfrentan al cierre de su negocio en menos de 58 días. "Hemos pedido negociar directamente con el dueño del inmueble, apelar a su sentido común, exponerle lo que está en juego, puestos de trabajo, la peculiaridad del establecimiento…, pero el administrador no nos deja". Lo cuenta el responsable de uno de los últimos negocios añejos de la calle Ferran. La sospecha generalizada es que en esta batalla comercial que se libra en el centro de la ciudad, los administradores de fincas están tensando la cuerda a veces más por interés propio (a mayor alquiler, mayor factura) que por interés de sus representados. Es una acusación muy gruesa, pero como si esto fuera un 'cluedo', hay a veces pistas que conducen a esa conjetura.

Ahí está, por ejemplo, el caso de El Drac de Sant Jordi. Es la chocolatería que ha abierto sus puertas ahí donde durante 173 años estuvo la juguetería Montforte, en la plaza de Sant Josep Oriol. Montse está convencida de que pudo abrir el negocio porque el azar hizo que se cruzara en su camino la dueña del inmueble, que se dejó convencer para rebajar el precio del alquiler tras una detallada explicación de cómo pretendía preservar la arquitectura de la tienda y servir allí tazas de chocolate de primera calidad.

En resumen. Algunos ya han anunciado que cerrarán. El IndioDeulofeu... Otros, el colmado Quílez y la quesería Simó, por ejemplo, negocian con discreción. Su desaparición sería una pésima noticia. La librería Sant Jordi prefiere hacer ruido. El mundo de la cultura graba videos reivindicativos para evitar su cierre. El cambio de año, en definitiva, será traumático, pero la historia no terminará ahí. Los que sobrevivan puede que lo hagan con alquileres por encima de la lógica comercial. Según se mire, el diezmo medieval era más justo.