Análisis

No hay que enterrarse en los cimientos

JAUME BADIA

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No podía ser que el AVE hubiera cavado su propia tumba en la Sagrera. No tendría mucho sentido que el hecho de que las obras del tren de alta velocidad y de la gran estación hayan puesto al descubierto unos restos de incuestionable valor arqueológico acabase volviéndose en contra del propio proyecto, forzase a modificarlo o lo hiciera entrar en una fase de parálisis, como otros que se han vivido en Barcelona. Por eso creo que la decisión que acaban de tomar los responsables del ayuntamiento y la Generalitat es la mejor que se podía tomar.

No satisfará a todos, obviamente. Es legítimo que haya voces que apuesten apasionadamente por una preservación máxima. Como lo es que mucha gente malpensase de tanto secreto ante un hallazgo que, si no hubiera sido por los vecinos, quién sabe si habríamos conocido. Por otra parte, es indudable que, si no estuviéramos hablando de una obra estratégica y delicada como la de Sagrera, el descubrimiento de la villa romana, en vez de ser estudiado con discreción, habría sido cacareado con clarines y tambores por nuestros gobernantes y concejales. Es comprensible, pues, que haya recelos, porque demasiadas veces la bandera del progreso, aquí y en todas partes, ha tapado oscuros intereses que no querían entretenerse con lo que consideraban sensiblerías trasnochadas y anacrónicas.

La ironía del túnel del AVE

Hace tres años también se oyeron muchas voces contrarias al túnel del AVE por el centro de la ciudad porque, decían, corríamos el riesgo de sufrir un derrumbe. Parecía que aquel reto insolente a los cimientos de la Sagrada Família haría caer sobre Barcelona un nuevo castigo divino. Algunos temieron que sería la última de las plagas bíblicas provocadas por el tripartito. Algunas voces se apuntaron entusiásticamente a echar leña al fuego, que quemaba en vivo a algunos miembros del gobierno municipal. Del mismo modo, años antes hubo apuestas políticas que ni siquiera consideraban necesario que el tren de alta velocidad tuviera la principal estación catalana en la capital. Pero, ironías de la vida, algunas de esas voces hoy deben defender con entusiasmo que es el futuro el que nos llama y no el pasado el que nos frena. Y el futuro debe pasar en tren sobre los restos de las estancias confortables de lo que un día fue una villa pujante, unos kilómetros más allá de la apretujada Barcino.

Las ciudades son seres vivos que evolucionan, crecen y se renuevan. Su piel también envejece y los hombres y mujeres que la habitan la cuidan, la arreglan constantemente. Y, de vez en cuando, cometen algún despropósito, alguna incisión más agresiva que cuesta de cicatrizar. La Via Laietana supuso un trauma considerable en la Barcelona de comienzos del siglo XX, que conllevó la destrucción de más de 2.000 casas. Un impacto superior al de las rondas olímpicas de los años 90 del siglo XX. Y estas fueron mucho más traumáticas que la llegada y el paso del tren de alta velocidad. Del mismo modo, a lo largo de los siglos las grandes catedrales se edificaban sobre las ruinas de bellísimas iglesias románicas que, a su vez, habían sido edificadas a menudo aprovechando pequeños templos anteriores.

Para terminar, una propuesta: la entrada en el Museu d'Història de la Ciutat, alrededor de la plaza del Rei, edificada sin miramientos por los condes catalanes encima de la Barcino romana, cuesta hoy siete euros. Es un conjunto imponente que acumula, al lado del corazón político de la ciudad y del país, restos de lo más antiguo y noble de Barcelona. Pues bien, en desagravio por haber dado gozo sin alegría a los vecinos y vecinas de la Sagrera y, en general, de los barrios que un día dejaron de ser Sant Andreu de Palomar y Sant Martí de Provençals para pasar a ser Barcelona, sugiero que, por la Mercè, el ayuntamiento les abra -gratis- las puertas del Museo (el Muhba) para que puedan visitar y puedan hacer verdaderamente suyos los restos de la ciudad romana.