EL BALÓN DE ORO AZULGRANA

Iniesta «Me pasaba horas y horas jugando en la pista del cole»

El héroe del Barça y de España regresa al pueblo donde dio sus primeros pasos con el balón

Andrés y su padre, José Antonio, pasean por los viñedos de su bodega.

Andrés y su padre, José Antonio, pasean por los viñedos de su bodega.

MARCOS LÓPEZ
FUENTEALBILLA

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De pronto, saltó por encima de una valla verde mientras un rutinario día de diciembre se consumía en el calendario. Un día más, uno de tantos en el invierno manchego. Un frío pero soleado y agradable invierno albaceteño. Se consumía, al mismo tiempo, el 2010, el año de su vida. El año de Andrés Iniesta Luján. Ahí estaba él, sorteando esa valla junto a un amigo suyo y un primo de Albacete, antes de volver a pisar la «pista del cole», el lugar donde comenzó a construir su leyenda. En aquellos años ni siquiera existía esa valla porque esa pista estaba abierta día y noche.

Entonces no había nadie mirándole. Ese lunes de diciembre, la pista estaba, sin embargo, ocupada. Había varios niños, como Andrés en su momento, jugando el partido más importante de su carrera. Sin nadie en la grada (no hay sitio, claro) ni cámaras que lo siguieran. Llegó Andrés, el héroe del Barça, el niño que abandonó Fuentealbilla a los 12 años para entrar en la eternidad, y nadie pareció darse por enterado. Lo miraron, eso sí. Pero siguieron jugando a fútbol como si nadie hubiera llegado.

Un pueblo, un héroe

Como habría hecho el mismo Andrés hace menos de un par de décadas, cuando deambulaba feliz por las calles de Fuentealbilla. «Aquí ya me sentía jugador de fútbol, me lo pasaba bomba, iba del cole a la pista y de la pista al cole. No había más», explicó a EL PERIÓDICO mientras rememoraba sus primeros pasos con el balón en ese lunes de diciembre que despedía el 2010, el año del Iniestazo. No había más en Fuentealbilla. Una pista de fútbol sala y un frontón. Pero también es verdad que Iniesta no necesitaba nada más. «Un balón y un amigo. Con eso era más que suficiente», contó luego. El balón iba siempre con él y el amigo se lo encontraba en cualquier esquina de ese pequeño y anónimo pueblo manchego (apenas 2.000 habitantes), hasta que un día a un hijo suyo se le ocurrió batir al Chelsea con un gol épico en Stamford Bridge abriendo la puerta del cielo para el Barça de Guardiola. Y no contento con estar ya en la eternidad desde el 2009, decidió en Johannesburgo que el 11 de julio del 2010 acabaría con la maldición del fútbol español con un derechazo que batió no solo a Holanda, sino al destino. Desde aquel veraniego domingo, Iniesta dejó de pertenecer a Fuentealbilla para convertirse en patrimonio nacional. Del culé. Y del español. Y, por supuesto, del perico por su grandioso gesto de recuerdo a Dani Jarqué, su amigo fallecido, a quien dedicó el gol más valioso.

Sudor sobre el cemento

Iniesta cogió una pelota, la que viajó de Terrassa a Fuentealbilla y luego al campo número 3 del Miniestadi, y se puso a jugar con ella. Como si fuera un niño. Aún lo es. Pero nada se detuvo en la vida cotidiana de Fuentealbilla, un pueblo que se ha acostumbrado a convivir con un héroe. Un tractor, verde, grande y poderoso, cruzó por detrás de la pista del cole. O, tal vez, sea mejor decir un cole con vieja pista de fútbol sala. Da igual. Para Iniesta no se altera nada. Es la pista de su vida. «¿Juegas con nosotros, Andrés?», le preguntó Juan Antonio desde la portería donde colgaba un chándal y el sudor caía sobre ese cemento. No, no es el mismo que había cuando jugaba Iniesta. Es mejor, mucho mejor. El otro era «rugoso, duro», recuerda el ídolo del barcelonismo. Y de La Roja. «Ahí me he dejado muchos trozos de piel», afirmó, evocando esos interminables partidos de la infancia.

Andrés declinó con exquisita educación la invitación de Juan Antonio, ese niño de 13 años vestido de portero que chorreaba gotas de sudor. Se sentó en la pelota y se puso a mirar. Y los demás se olvidaron de él. «¿Te das cuenta? Esto en cualquier otro lugar de España sería imposible. Aquí, no», dijo Sergio, su amigo de Tossa, acompañado de Amalio, asombrados por la naturalidad de la escena. Una pandilla de niños detrás del balón e Iniesta, o «Iniesta de mi vida», como lo llamó José Antonio Camacho, el exseleccionador, tras su eterno gol a Holanda, transformado en un forofo. En realidad, Iniesta se veía a sí mismo porque no jugaban una pandilla de niños, sino que delante de sus ojos jugaba él.

Los gritos del colegio

No perdía Iniesta ni un solo detalle del partido. En el pueblo, la vida seguía igual. Para Juan Antonio no había nada más importante que intentar adueñarse de ese balón que botaba endemoniado por la pista del colegio. Las clases estaban cerradas por las vacaciones de Navidad. El silencio quedaba compensado por los gritos de Juanfran (11 años), que corría de punta a punta queriendo gobernar la pelota, mientras Ismael (12), José Miguel (11) o Francisco José (13) luchaban por un centímetro de ese cemento que Iniesta observaba con indisimulada admiración. Era cemento liso, una alfombra si recordaba las mañanas, tardes y noches en que su blanca piel se llevó el recuerdo de aquella rugosa pista. «El nuestro era peor», insistio .

Entre esos niños de Fuentealbilla estaba Diego, apenas siete años de edad, una minúscula pieza que iba de aquí para allá, detrás de una pelota, caprichosa ella, indetectable entre piernas más potentes que las suyas. Ahí es dónde se veía reflejado realmente Iniesta, rememorando que siempre jugaba partidos contra niños mayores. En cualquier otro pueblo, ya fuera de Catalunya o España, Iniesta no podría estar tranquilamente sentado sobre un balón, observando un partidillo. En Fuentealbilla, sí. En su casa, sí.

Mientras el joven que colocó a España en la cima miraba relajado el trasiego de la pelota, los niños jugaban ajenos a él. Disfrutando de su propia final del Mundial. Hasta que un par de madres aparecieron gritando sus urgencias igual que hacía la de Andrés. «Venga, Juan Antonio, ¡a comer! ¡Tú, también Juanfran!», se escuchó al otro lado de esa valla verde. «¡Vamos, chiquillos! ¡Para casa, venga! ¡A comer!» Iniesta también saltó la valla, de vuelta al Camp Nou, pero su alma sigue ahí.