Los 92 del 92
Manuel Vázquez Montalbán, el aguafiestas de la borrachera ciudadana | Olimpiadas Barcelona 92
El escritor fue una de las pocas voces capaces de ver más allá del puntual subidón olímpico
Elena Hevia
Periodista
Para tener una idea completa, a 360º, de cómo se vivieron los prolegómenos de los Juegos Olímpicos y su mayestática ejecución nada mejor que revisar las crónicas que por aquel entonces escribía Manuel Vázquez Montabán, cargadas de una saludable suspicacia y una de las pocas voces capaces de ver más allá del subidón emocional olímpico. La ciudad, constató, acabó apuntándose ciegamente a aquel orgasmo porque era mucho el desánimo y la miseria moral que arrastrábamos después de que Félix de Azúa hubiera levantado en 1982 el acta de defunción cultural de la ciudad comparándola al Titanic.
En los artículos de Vázquez Montalbán está la más lúcida radiografía del momento, porque no se entrega al júbilo. Ahí se encuentran las primeras dudas ciudadanas sobre si los Juegos acabarán arruinando las arca municipales y, si no lo hacen, para quién será el rédito obtenido. El crecimiento de la ciudad ¿es el que necesita realmente Barcelona? ¿O es mera carcasa para presentar el espectáculo? ¿De esta nueva ciudad sacarán beneficio solo a unos pocos? Quizá fuera un tanto cenizo pero la suya fue una de las pocas voces discordantes en esa euforia. En sus escritos de feroz analista se aprecia el peligro que suponía que ante la imposibilidad de que los poderes públicos asumieran el tremendo gasto económico de los festejos, la ciudad se pusiera en manos de la iniciativa privada, algo que no es malo en sí, pero que a la larga dio mucho aire - ahora lo sabemos- a la burbuja inmobiliaria de la ciudad.
Una de cal y otra de arena
Desplegó no poca guasa ante las piruetas que se hicieron para dejar contentos a todos los actores. Una de cal y otra de arena. Aquellas tensiones entre la 'rauxa' maragalliana y el 'seny' pujolesco, obligados a un pacto político contra natura que acabó capitalizando mucho mejor el primero y en el que acabó entrando a regañadientes el segundo.
Nadie como el periodista para sacarle punta a la entrada del rey Juan Carlos a los sones de 'Els segadors', con su amenazante estribillo, en la ceremonia inaugural , echando leña al eterno debate de si los juegos fueron catalanes o españoles. Para él sencillamente aquello era un circo que había que contemplar con distancia y sin sentimentalismo. Lo que en aquel momento no era nada fácil, porque todo el mundo se dejó arrastrar por aquel tsunami de empoderamiento colectivo.
Naturalmente, todo aquello tenía que cristalizar en una obra de ficción, que fue escribiendo paralelamente a los hechos y publicando originalmente en entregas, como un complemento a sus artículos pero esta vez en clave de farsa. En Sabotaje olímpico puso a su querido Carvalho, aquí más alter-ego que nunca, listo para encerrarse en su casa de Vallvidrera y hacer oídos sordos a la información olímpica, hasta que los hombres de Corcuera, el inquietante ministro del Interior de entonces, llaman a su puerta para que investigue una serie de problemas más dignos del Doctor No de James Bond o más bien de Mortadelo y Filemón .
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