Vegetarianos a la fuerza

Víctima de la crisis 8 Roxana G. camina por el barrio de La Torrassa de L'Hospitalet, cerca de su domicilio.

Víctima de la crisis 8 Roxana G. camina por el barrio de La Torrassa de L'Hospitalet, cerca de su domicilio.

VÍCTOR VARGAS LLAMAS

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Antes de dar el portazo y echar la llave, Roxana G. baja el interruptor general de la caja de fusibles y corta el suministro eléctrico de cuajo. Lo que sería un protocolo reservado para unas vacaciones o una escapada de un puente festivo se ha consolidado como una rutina para esta mujer de 44 años cada vez que sale de su piso, en L'Hospitalet. Triste hábito para quien se ve en la extrema necesidad de controlar «hasta el último céntimo» de toda partida imaginable en la desequilibrada balanza fiscal de su hogar.

Roxana es pobre. Así se sabe ella y así se lo recuerda cada ínfimo detalle de su realidad cotidiana. Es la cara reconocible de lo que las estadísticas oficiales han convenido en denominar colectivos en riesgo de exclusión social. No necesita que le expliquen qué es la pobreza energética alguien cuyas dificultades no son llegar a fin de mes, sino apañárselas para sacar adelante ya el día de mañana. Para ella, para sus dos hijos, Gabriel y Jonathan, de 12 y 23 años, y para su padre, Isaías, de 69. Cuatro bocas que alimentar, cuatro cuerpos que mantener templados, cuatro vidas con necesidades limitadas a los 310 euros que Servicios Sociales concede a su padre. O a los trapicheos que se monta al vender a vecinos y conocidos prendas que adquiere en mayoristas de origen chino. «Imagina qué margen me queda. A lo sumo,  300 euros al mes. Y solo el alquiler ya se lleva 500», expone.

Pasta, pasta y pasta

Las contingencias obligan a un pragmatismo extremo que cobra forma en prácticas cada vez más innegociables, como el menú de plato único. Tal es la obligada versatilidad del ágape que no solo debe alcanzar para el primero y el segundo de la comida, sino que, muy probablemente, será el repertorio exclusivo para la cena. «Uso las ollas más grandes para encender el fuego solo una vez al día y gastar menos», justifica. Y que los comensales no esperen un derroche creativo: macarrones, espaguetis o quizás raviolis, con su inseparable tomate. Para romper la rutina, sopas, tortillas y, si acaso, lentejas, «pero con verduras, muy rara es la vez que caen tropezones de carne», aclara Roxana. Pocos menús carnívoros se permiten en esta casa, y si se dan el lujazo, suele limitarse a pollo. Más prohibitiva se convierte la ingesta de pescado, en dosis frugales y una vez al mes, dos a lo sumo, y solo «si hay una oferta razonable». ¿Qué entiende por razonable?: «Hasta 2,5 euros el kilo», aclara. Otra vez, el presupuesto al céntimo. Ya ni recuerda cuándo fue la última vez que vio la nevera de casa llena.

La dieta mediterránea en este hogar se limita a una coincidencia geográfica. «En la escuela me decían que el niño está muy gordo; ya no lo hacen, porque saben cómo estamos: si come bocatas o pastas es por necesidad: no hay nada más», añade. También ella sufre esas carencias, con los «más de 30 kilos» que ha cogido en estos tres últimos años, secuelas de sus ingresos menguantes y de su estado, depresivo y con ansiedad.

Esos mismos tres años son los que han dado un vuelco a su situación personal y familiar. Siempre se ha buscado la vida, desde que a los 6 años repartía guisos de su madre en su Uruguay natal. Pero desde que llegó a España, hace ahora 20 años, nunca hasta ahora había tenido problemas para ganarse la vida, aunque cobrara en negro y estuviera mal pagada. «En el último trabajo que tuve limpiaba en casa de una mujer, pero desde que ella se fue a otra ciudad no he conseguido ninguna ocupación mínimamente estable», explica.

Economía de guerrilla

Roxana sufre al pensar en el futuro, sobre todo por sus hijos. Se pregunta si dejará de ser necesario que las duchas de su pequeño se limiten a las obligadas al acabar sus dos clases semanales de gimnasia. O cuando dejarán de andar a oscuras por casa con la tele como única fuente de iluminación y de evasión. O cuándo su hijo mayor, también de origen uruguayo, podrá convivir con su mujer, con quién se casó para obtener el permiso de residencia. «Ella está con su madre y él se tiene que quedar con nosotros mientras no tengan trabajo».

También su padre sufre la severa devaluación de su calidad de vida: «Le dice a la asistente social que ya no se siente útil, que para estar así preferiría morirse», relata Roxana.

Cada vez le parece más utópico que llegue un cambio para superar tanto aprieto, pero no pierde la esperanza mientras haya «gente maravillosa» a su alrededor. Como los servicios sociales y, sobre todo, el padre José Murillo, de la parroquia de la Mare de Déu de la Llum. «Consiguió 1.800 euros en una semana» para evitar el que hubiera sido su segundo desahucio en dos años. También le provee de comida cada 15 días y abona alguna factura energética cuando el riesgo de corte acucia por impago.

Solidaridad para no perder del todo la fe en una justicia social,  «que se están cargando los sinvergüenzas de los políticos». «Pon que soy muy fan de los jueces [Elpidio José] Silva y [Baltasar] Garzón. A ver si les dejan trabajar porque si no todo esto se va a ir a pique», afirma, indignada.

Mientras el cambio no llega, Roxana trata de blindar a los suyos con su economía de guerrilla. «Es triste, pero mi pequeño no se enteró en el cole de quiénes son los Reyes, se lo tuve que decir yo para que no me pida cosas que no le voy a poder comprar y luego se desilusione; para que no me lo ponga todavía más difícil», se lamenta.