El tambor de Günter Grass

JORDI PUNTÍ

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Las anécdotas no sustituyen a la complejidad de una vida, pero a veces sirven para filtrarla. Hace unos años entrevisté al novelista John Irving en su casa de Vermont. Mientras me mostraba su despacho -un ventanal abierto a los bosques, una máquina de escribir eléctrica, un Oscar-, me fijé en una foto que tenía encima de la mesa. «Estos son mis maestros y amigos», me dijo. En la foto salía al lado de dos escritores, Günter Grass y Kurt Vonnegut. La muerte de Grass, esta semana, me ha hecho recordarlo porque resume las cualidades de su escritura: Grass tenía instinto para tejer historias y el aliento incansable de Irving, pero también la insolencia hurgadora y divertida de Vonnegut. Tenía además otra cosa, que era europeo, y así entroncaba con una tradición que es popular y sabia, de la calle, que bebe de Rabelais y la picaresca, de Cervantes y la epopeya heroica de un Victor Hugo.

Una de las virtudes de El tambor de hojalata (1959), la primera novela que publicó Grass, era precisamente la de reconectar la lengua alemana con esa tradición narrativa europea. Al final de la segunda guerra mundial, los escritores alemanes desconfiaban de las palabras, decían que el nazismo había devaluado y perturbado su sentido. Grass es quizás el primero que se atreve a jugar con la riqueza de la lengua, a restablecer su expresividad.

Aun hoy, con escasas excepciones, los críticos alemanes parecen preferir una literatura formal, contenida y que tiende a la abstracción. No deja de ser curioso, porque con las aventuras de Oscar Matzerath, el niño que no crece, el tamborilero de Gdansk, el de la voz rompecristales, Grass les enseñó otro camino, más extrovertido, y lo mantuvo en toda su obra. Sospecho, pues, que lo que fascinaba a los lectores alemanes era el atrevimiento de Grass para narrar en un caos ordenado, o un orden caótico, y hacerlo a través de la imaginación aplicada a las historias, pero también a las palabras. Como dijo él mismo en una entrevista de hace unos años: «Creo que una lengua no debería ser castigada porque una vez alguien abusó de ella». El tambor sigue retumbando.