DOS MIRADAS
Un río de promesas... y llaves
En el mes de junio, las brigadas municipales de París procedieron a desmontar los paneles repletos de candados, colocados allí por parejas de amantes, que hacían peligrar la estabilidad del Pont des Arts.
'FERRETERÍA AMATORIA' POR JOSEP MARIA FONALLERAS
Siempre me he preguntado qué extraña pulsión anida en la mente de las parejas que deciden jurarse amor eterno y dejar constancia de su mutuo deseo a través de un candado que cierran con la ingenua idea de no abrirlo nunca más puesto que la llave que lo abriría yace en el fondo del río, después de haberla lanzado ahí en una ceremonia conjunta, romántica y muy probablemente ciega, ya que la mayoría de las veces estoy seguro que se ejecuta con los ojos cerrados. En París, por fin, decidieron poner fin a la tontería y se cargaron miles de kilos de ferretería amatoria con una decidida actuación de las brigadas de la municipalidad. Ahora, desde el Pont des Arts puede contemplarse de nuevo el Sena, que es algo mucho más agradable que ir contando candados como exvotos, con la diferencia que las ofrendas religiosas se dan a posteriori como acción de gracias mientras que la promesa de la unión eterna es eso, una promesa, un deseo volátil. ¿Cuántas parejas de las que se encadenaron están hoy separadas? Estadísticamente, un montón. ¿Para qué sirve, pues, tanto candado, cuando está comprobado que el amor es, por definición, planta caducifolia? Y una duda que aún me corroe más. Se limpió el puente, pero ¿cómo debe estar, pobre, el lecho del Sena, repleto de llaves oxidadas? Llaves que ya no sirven para abrir lo que, cosas de la vida, se abrió sin necesidad de cerrajeros.
'AMOR SIN CANDADOS' POR EMMA RIVEROLA
De repente, amor, no sé lo que me pasa. ¿Sabes cuando un granito de arena se cuela en algún relieve de la suela de la sandalia y no hay modo de quitarlo? Intentas sacarlo con la uña, con el filo de un cuchillo, pero él sigue ahí, terco, impertinente, agarrado a la chancla, sin darse cuenta de que hace mucho que sobra. Te pones a caminar, creyendo que el movimiento acabará por expulsarlo. Incluso pones cierto ímpetu en los pasos. Pero solo consigues que el polizón te raye el suelo de madera y entonces te pones frenético y crees que tu vida va a girar sobre ese maldito grano de arena hasta que, de repente, descubres que ha desaparecido. ¿Sabes esa sensación de alivio increíble? ¿Esa liberación, ese desahogo? Ya… no tienes ni idea de qué te hablo.
¿Recuerdas cuando de niño te bailaba un diente de leche? Al principio era excitante. Pronto lucirías una mella y, después, un sólido diente de adulto. Pero, al cabo de los días, la emoción disminuía. El maldito dientito seguía prendido al paladar, como un mono a su liana. Y no podías dejar de juguetear con la punta de la lengua y ya no podías comer chuches y tu madre amenazaba con arrancártelo. ¿Recuerdas el increíble instante en que, al fin, se desprendía? Sí… estoy bien. En realidad, solo quería decir que te quiero. Pero, de repente, siento que respiro mejor. Como si la casa estuviera recién ventilada. Y me gusta.
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