Gente corriente

Marisa Casas: «Llevo 51 años aquí y aún me siento un poco extranjera»

Nostálgica del desierto. Hija del ignorado exilio republicano en el norte de África, participa en el filme 'Desde el silencio'.

«Llevo 51 años aquí y aún me siento un poco extranjera»_MEDIA_3

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GEMMA TRAMULLAS

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Su niñez se truncó a los 11 años, cuando dejó atrás su hogar en la desértica mina de Bou Azzer para instalarse con su abuela en Barcelona. A sus 62 años, Marisa nunca ha vuelto al escenario de sus juegos infantiles. ¿Pero qué hacía aquella niña en un lugar tan remoto del Marruecos ocupado por Francia? Para avivar su memoria entramos en Baraka, la tienda marroquí del Born.

-¿Hay algún objeto que le traiga algún recuerdo especial?

-Las babuchas, el juego de té, el recipiente para el tajín... Pero mi familia no usaba la mayoría de estas cosas. Aquello era una colonia y occidentales y marroquís hacíamos vidas distintas, no nos mezclábamos. Creo poco en la multiculturalidad. Salvo excepciones, la gente al final siempre vuelve a lo que siente suyo.

-¿Por qué su biografía arranca en el Marruecos colonial?

-Mi padre, Ramón Casas, era un marino de la flota republicana que en marzo del 39, con la guerra perdida, se entregó a las autoridades de Túnez. Aquellos 3.000 hombres fueron engañados y encerrados en campos de concentración y de trabajo y muchos se quedaron a vivir en el norte de África. Es una historia poco conocida que cuenta el documentalDesde el silencio, que se presenta el martes 18, a las 19.00 horas, en el Museu d'Història de Catalunya.

-¿Qué le contaba su padre de aquellos campos?

-Él estuvo en Meheri Zelbeus y Ghardimou. Contaba cosas terribles, pero siempre veía el lado cómico de las cosas. Tengo una foto suya vestido con un pantalón enorme y roto y debajo escribió: «Vestido económico».

-¿Cuánto tiempo estuvo preso?

SEnDHasta 1943. Él contaba que desembarcó la armada del general Patton y les dieron documentos. En Rabat conoció a mi madre y luego fueron a trabajar a la mina de cobalto de Bou Azzer, 300 kilómetros al sur de Marraquech, donde Cristo perdió el gorro.

-¿Eran la única familia española?

-Había otros españoles, franceses y un catalán, Carlos Martí Feced, que fueconsellerde la Generalitat en el 37 y que volvería a Catalunya con Tarradellas. Era mi médico.

-¿Cómo era aquello?

-Era un desierto de piedras. El agua llegaba por una conducción de 36 kilómetros y teníamos una sola palmera, porque la regaban. Era como una colonia textil de aquí y había dos pueblos: uno para los europeos y otro para los árabes. Los niños íbamos a escuelas separadas.

-¿Nunca preguntó el porqué de aquellas diferencias?

-Sí, claro. Cuando íbamos a comprar al poblado moro, mi padre siempre me decía: «Observa bien. Están en su país y son nuestros criados». A veces nos peleábamos con los niños árabes y ellos siempre terminaban la discusión diciendo: «¡Vete a tu país!». A mí me parecía lógico. Era verdad, ellos estaban en su país, yo no.

-Aquel «¡vete a tu país!» no tardaría en hacerse realidad.

-Poco a poco las cosas dejaron de ser cordiales para los occidentales. Tengo un vago recuerdo del día de la independencia [1956]. Los europeos se encerraron en sus casas y no salieron a la calle hasta que se calmaron los ánimos. Mi padre se había comprado una escopeta, por si acaso, pero los trabajadores árabes de la mina le dijeron: «Tranquilo, a ti no te pasará nada». Era muy buena persona.

-Usted llegó sola a Barcelona en 1962, el año de las inundaciones.

-Todo me parecía muy lúgubre. Yo solo hablaba francés, venía de un colegio laico, mixto, donde convivíamos musulmanes, judíos, católicos y protestantes, y me internaron en un colegio de monjas. No se podía hablar de política y la única diversión era ir a ver monumentos religiosos, ¡cuando en mi familia eran todos ateos! Fue tremebundo.

-Cruzó el Estrecho y pasó del multiculturalismo al oscurantismo.

-Mis padres aún tardaron dos años en venir y todas las cartas que les mandaba decían lo mismo: «No me gusta España, quiero volver a Marruecos». Entonces sí me sentí extranjera y creo que aún no he superado aquella primera impresión. Llevo 51 años aquí y sigo sintiéndome un poco extranjera.