monólogos imposibles

Los daños colaterales

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dominical numero 624 seccion barril hillary clinton / periodico

JOAN BARRIL

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Nunca dejará de sorprenderme que mi propio partido me apeara de la candidatura para dársela a ese mulato que hoy tenemos de presidente. Era de los nuestros, pero no era como nosotros. Llegué a las puertas de la Casa Blanca con un plan de salud que ya quisieran hoy en Europa. Además, podía lucir mi resistencia por la bragueta fácil de Bill. Eran valores que nuestro electorado hubiera debido valorar. Pero prefirieron poner sus esperanzas en vez de en la blanca conocida en el negro por conocer. “Yes, we can”, decían sus estrategas. Si se trataba de sorprender al mundo, ¿qué podía sorprenderles más? ¿Que EEUU tuviera como presidenta a una mujer? ¿O que Estados Unidos tuviera como presidente a un negro? El paternalismo y la falta de autoestima de la sociedad norteamericana hicieron posible que ese hombre de tez oscura acabara con las tonterías de Bush y que a mí me mandara por el mundo a solucionar conflictos como jefa del departamento de Estado. Recuerdo que Bill me dijo más de una vez para consolarme: “Mira, cariño, en otros tiempos tu presidente sería el mozo que nos traería el café”. Pero el tiempo avanza y, si quieres café, más vale ir a una máquina o al Starbucks, ese lugar en el que te llaman por tu nombre y te sonríen.

Aprendí a querer a Obama. A él, que no a su familia y a su enorme Michelle. Incluso se trajo un par de perros de aguas portugueses para que corrieran por el prado de la Casa Blanca. Luego, lo de siempre: unos cuantos gestos, algunas frases certeras y esa curiosidad con que el mundo le miraba. Después de Bush, el más tonto podía hacer relojes.

Pero la política internacional para los Estados Unidos es más complicada que para otros países. Al norteamericano se le teme, se le odia, pero también se le necesita. Tenemos uno de los presupuestos más grandes del mundo en política de defensa y, sin embargo, nos había aparecido un presidente pacifista. Sobre todo, vigilar y esperar. La tradición americana del gatillo fácil con Obama se había convertido en un gatillo difícil. Nos ponían bombas en las embajadas, se reían de nosotros impunemente y cierta gente, incluso demócratas, se preguntaban si no estaríamos asistiendo a una deserción nacional.

A veces me hubiera gustado ser como Thatcher. Si yo hubiera sido presidenta, también hubiera mandado mis naves a sacar a los argentinos de las Malvinas. Y en Oriente Medio, habría puesto en su sitio a los unos y a los otros. Pero las cosas no van así, y hoy el mundo se ha convertido en un patio de juegos donde los más revoltosos se ríen de nosotros. Después llegarán los lamentos y las expiaciones. Se dirá que los miles de muertos a cargo de los musulmanes radicales son daños colaterales. Eso de los daños colaterales también lo solía decir Bill cuando tuvo que intervenir en la antigua Yugoslavia. El mundo está lleno de daños colaterales. Entre Bill y yo todavía estamos pagando la minuta de los abogados que nos costó evitar que le expulsaran como a un Nixon cualquiera. Cuando estamos de mal humor, le recuerdo a Bill que lo de la Lewinsky fue la mamada más cara de la historia de las felaciones.

Pero en eso ya no pienso. Ahora de lo que se trata es de que Obama despierte y espabile un poco. Bien está que de vez en cuado lance drones no tripulados sobre los islamistas, pero al ejército norteamericano le va la marcha. Y Obama ha de demostrar que tiene lo que hay que tener. Mientras tanto, el que me trae el café en mi casa es mi pequeño y arrepentido Bill. Y yo se lo agradezco, y me basta con envejecer juntos.