La rueda

Ni agosto ni nada

JORDI PUNTÍ

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Barcelona, en agosto, ya no es un lujo. Ni siquiera es una ganga. Que lo sepan todos los barceloneses que se han ido de vacaciones, por si quieren sentirse privilegiados. Antes, hasta hace tres o cuatro años, los que nos quedábamos en la ciudad teníamos una especie de decálogo que recitábamos eufóricos. Decíamos: se puede aparcar en todas partes, no hay colas en los cines, los bares no tienen unos horarios tan estrictos, puedes regular el aire acondicionado de la oficina a tu gusto, etcétera. Todo se resumía en un secreto que no revelábamos a nadie: cuando Barcelona se vacía de gente, es posible ser otra persona e incluso muchas otras personas. De hecho, la ciudad te obliga. De repente no hay rutinas. Las vacaciones de los otros te hacen cambiar las costumbres, moverte por otras calles, descubrir cafés que resisten con orgullo, inventarte pasatiempos desconocidos.

Ahora todo eso ya es historia. La crisis ha obligado a mucha gente a quedarse y ya no hay diferencia alguna. Ahora Barcelona es el mismo sitio previsible del resto del año, una ciudad presumida, displicente y sin sangre.

El único cambio es que llegan aún más turistas que antes, zombis en chancletas que como mínimo hacen gasto. Así la gente no se relaja, no se olvida de quién es o qué hace habitualmente. Cada día se levantan como si alguien fuera a pasar lista.

El otro día, por ejemplo, un transportista con una furgoneta me echó la caballería encima como si estuviéramos en pleno mes de noviembre, y todo porque yo quería aparcar en una zona de carga y descarga. Por la noche, un taxista me pegó la bronca porque confundí las calles de València y Mallorca, y eso que el señor no estaba escuchando la COPE. Este agosto hay una mala leche cósmica. ¿Quién es el autor de esta expresión? ¿Joan Brossa, quizá? Ya no me acuerdo, pero en todo caso hay una mala leche cósmica y, según todas las noticias, de momento no desaparecerá.