crónica

Supertramp, en el museo del pop

La banda exhibió técnica pero se resintió de la ausencia de Roger Hodgson

Rick Davies, en un momento del concierto del sábado, en el Palau Sant Jordi.

Rick Davies, en un momento del concierto del sábado, en el Palau Sant Jordi.

JORDI BIANCIOTTO / Barcelona

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La gira 70-10 de Supertramp debería llamarse 74-82, puesto que el repertorio que maneja se concentra de una manera abrumadora en esos ocho años tocados por la gracia creativa. El sábado por la noche, en el Palau Sant Jordi, el grupo británico se resignó a escenificar un elegante, estilizado, técnico y profesional ritual de revival ante una audiencia que, vista la media de edad, había crecido con él. Un público que dosificó sus expresiones de júbilo y las limitó a los momentos en que sonaron las melodías más reconocibles.

A Supertramp le costó cerca de una hora calentar el Sant Jordi, que no se llenó pero fue ocupado en más de tres cuartas partes. Abrió con You started laughing, la canción inédita del disco en directo Paris (1980), y se adentró en espesos pasajes de pop progresivo con Gone Hollywood y Put on your old brown shoes. La primera pieza que hizo levantar brevemente al público de sus asientos fue la quinta, Breakfast in America, en la que Jesse Siebenberg (hijo del batería del grupo, Bob Siebenberg) hizo lo que pudo para ponerse en la piel del ausente de la noche, Roger Hodgson.

VOCES IMITADORAS / Salir a celebrar el 40º aniversario de la banda sin Hodgson es una papeleta que incluye una dosis de farsa. Porque tanto Siebenberg como Gabe Dixon, que se repartieron la misión de emular su canto aflautado, se veían forzados a asumir un rol imposible, incluso humillante. Y para Rick Davies, al frente de la banda desde 1983, montar un repertorio en el que solo una canción, Cannonball, corresponde a la era posHodgson, es una estridente declaración de derrota. Los Supertramp modernos nunca han cuajado, y Davies y sus cómplices (entre ellos, el siempre campechano saxofonista John Helliwell, que evocó la visita del grupo en el 2002: «Aquella noche me convertí en abuelo») tensan la cuerda como nunca tuneando canciones que requieren una interpretación vocal muy concreta.

Material que, en su facción más pop (It's raining again, The logical song), conserva vivas sus propiedades. Hodgson no buscaba solo un estribillo y muchas de sus canciones son festines melódicos integrales; sencillos y adherentes desde sus primeras notas. Artefactos horneados con materiales ocurrentes: los patrones de jazz,

cabaret y géneros démodées como el skiffle sustentan muchos de ellos.

Un pasaje del recital dedicado al álbum Even in the quietest moments (con From now on, Give a little bit y Downstream) marcó un punto de inflexión y trajo una mayor implicación del público, hasta entonces muy distante. Con nueve músicos en escena, y calcando texturas, inflexiones y solos de las grabaciones originales, Supertramp expresó tanta precisión como ausencia de inventiva. Su repertorio es idéntico noche tras noche: no ha habido tiempo ni necesidad de aprender más canciones. A diferencia de Pink Floyd y Yes, la banda nunca ha colocado el aparato visual en un primer plano, y en el Sant Jordi se limitó a tres pantallas de vídeo y un gag escénico durante la interpretación de Another man's woman: la reproducción de la portada de Crisis? What crisis?, con un empleado sentado en una silla plegable bajo una sombrilla.

En el último tercio de la actuación cayeron pesos pesados de su discografía como Take the long way home y un Goodbye stranger capitaneado por Davies. Luego, en los bises, un solo de armónica anunció la hora de School, entonada por Jesse Siebengerg, que abrió un bloque final centrado en el disco Crime of century, con Dreamer, a cargo de Gabe Dixon (con un timbre vocal más cercano a Hodgson), y la canción que le dio título. Fueron dos horas de música ambiciosa en su concepción original aunque ejecutada con ánimo conservador. Pero celebrar los viejos tiempos es el último refugio de la mayoría de los clásicos venerables del pop.