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Cómo ensuciar el paisaje urbano

Un hombre con camiseta sin mangas y pantalones caídos, que dejan a la vista sus calzoncillos.

Un hombre con camiseta sin mangas y pantalones caídos, que dejan a la vista sus calzoncillos.

RAMÓN DE ESPAÑA

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Estaba yo apoyado en un semáforo, a la espera de que se pusiera en verde, cuando se plantó a mi lado una chica vestida con el uniforme oficial del verano: camiseta de tirantes, pantalón corto y chanclas. La observé de reojo y me pareció atractiva, aunque hacía todo lo posible por disimularlo, ya que iba cubierta de espantosos tatuajes del cuello a los pies; supongo que para mostrar al mundo su individualidad, aunque haya miles de chicas iguales repartidas por la ciudad en todo momento.

Me hizo pensar en cuando los de mi quinta nos dejamos crecer el pelo con la excusa de mostrar al mundo nuestra individualidad, cuando en realidad éramos víctimas del inevitable gregarismo juvenil y lo que de verdad nos movía era el deseo de sacar de quicio a nuestros progenitores, algo a lo que todo adolescente que se precie dedica la mayor parte de su tiempo y energía.

La única diferencia es que el pelo se puede cortar y los tatuajes se quedan en su sitio para siempre, lo cual va a proporcionar imágenes muy graciosas en los geriátricos dentro de medio siglo. Para afirmar aún más su individualidad, mi compañera de semáforo iba anillada por todas partes y lucía esos pendientes como de hotentote que deforman el lóbulo de tal manera que se puede pasar por el agujero un dedo y hasta un pene en erección (la masturbación lobular es la única excusa razonable que se me ocurre para esta estúpida mutilación). Pero la pobre solo era una más de las muchas personas que en Barcelona, en verano, hacen todo lo posible por ensuciar el paisaje urbano.

Pese al asco que me dan los tatuados y los anillados, creo que el colectivo más ofensivo de cuantos deambulan por la ciudad es el de los hombres, heterosexuales u homosexuales -aunque estos son los más militantes, como se pudo comprobar durante el Circuit con la aparición de 80.000 sodomitas llegados de allende nuestras fronteras-, que lucen camiseta imperio, la prenda más repugnante que imaginarse pueda.

Entre los heterosexuales suelen llevarla tipos gordos y sudorosos cuya idea de la generosidad consiste en compartir los efluvios de sus apestosos sobacos. Entre el colectivo gay, se usa para marcar esos músculos dolorosamente conseguidos en el gimnasio y fardar de tableta. Evidentemente, es inútil insistir en que la camiseta imperio no le quedaba bien ni a Marlon Brando en Un tranvía llamado deseo. ¿Acaso sirvió de algo desgañitarse contra el infecto pantalón pirata que no le sentaba bien absolutamente a nadie? Sobre todo, en el caso masculino, si iba rematado por chancletas, a menudo con uñaco (término de argot referido a la uña del dedo gordo que se curva hacia arriba cual babucha de moro).

A las mujeres les sienta bien

Lo curioso de la camiseta imperio -por lo menos, desde el punto de vista de quien esto escribe, que forma parte del colectivo más despreciable del mundo: el de los varones blancos heterosexuales, responsable de todas las desgracias de la humanidad desde que Caín le abrió la cabeza a Abel- es que a las mujeres les sienta muy bien. Probablemente, porque tienen pechos y la camiseta los realza, otorgando a veces vida propia a los pezones. Algo parecido ocurrió con la moda del pantalón de talle bajo: una cosa era la agradable visión de la rajita del culo de la chica sentada a la barra de un bar y otra, muy distinta, tener que verle los calzoncillos al gañán que caminaba por la calle delante de ti.

A estas alturas, varios lectores me habrán puesto ya de machista para arriba, pero es que a mí a sincero no me gana nadie y ya tengo una edad para poder decir lo que me parezca: de hecho, aspiro a volverme loco antes de los 70 para ir por la calle berreando y repartiendo bastonazos a los ciclistas, a los del patinete eléctrico y a los del Segway. Sobre todo, a los del Segway. De momento, me limito a constatar dos evidencias:

Uno. Hay gente que se echa al exterior para ensuciar todo lo posible el paisaje urbano y molestar al flaneur patentado por Baudelaire (colectivo despreciado al que me honro en pertenecer, aunque esta sociedad hostil nos confunda a menudo con una pandilla de vagos y desocupados).

Dos. Hemos perdido la batalla contra los turistas, si es que alguna vez la planteamos. En vez de adoptar ellos la apariencia local, somos nosotros los que hemos acabado compartiendo la suya. De ahí a la exhibición abyecta de la camiseta imperio solo había un paso que lo más cutre de los colectivos heterosexual y homosexual no ha tardado nada en dar, hasta crear esa desagradable apoteosis del sobaco que llevamos padeciendo durante todo el verano.