Europa ante la gran cuestión alemana

12/11/1989. Tres días después de la caída del muro de Berlín, EL PERIÓDICO publicaba este editorial en el que se planteaban las grandes dudas sobre la nueva Europa.

Alemanes orientales, enel muro de Berlín, antela puerta de Brandeburgo.

Alemanes orientales, enel muro de Berlín, antela puerta de Brandeburgo.

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Antes del terremoto político en la RDA, Henry Kissinger escribió que «el Este y el Oeste están condenados a reconsiderar su visión de Europa», casi en el mismo momento en que Bush y Gorbachov acordaban una cumbre destinada a estudiar la urgente necesidad de un nuevo orden que se superponga a las ruinas que dejan los vientos fuertes de la perestroika. Lo ocurrido en Berlín Este, sin duda teledirigido desde Moscú, como abiertamente recuerda la prensa moscovita, provoca una aceleración brutal de todos los procesos en curso, según se deduce del pequeño seísmo de Bulgaria, y nos advierte sobre la intrincada realidad y los arduos problemas por llegar. Los soviéticos insisten en la nueva casa europea pero nadie sabe cómo edificarla o amueblarla. Las realidades a salvo son los derechos inalienables de los moradores del precario e incierto edificio europeo y la liquidación del despotismo burocrático.

Estados Unidos vacila cuando se trata de financiar los procesos desencadenados, pretende garantías sobre el estatuto de algunos países como Hungría y Polonia y recuerda, entre la nostalgia y el temor, la añeja Declaración sobre la Europa liberada, redactada en Yalta y luego sacrificada en el altar del reparto, la geopolítica y el sojuzgamiento. Teme Washington las tensiones incoercibles que pueden aflorar en la OTAN, despojada del tradicional adversario, y barrunta como inexorable la retirada de los soldados destacados en la RFA, a fin de crear en Europa central un amplio espacio desmilitarizado en conexión con las demandas soviéticas de seguridad y desarme.

Gorbachov trata de hacer de la necesidad virtud, entierra la doctrina Brejnev, se acomoda a una evolución similar a la de Polonia e insiste en la intangibilidad de las fronteras, mientras asiste a la escenificación de los radicalismos surgidos de la caja de Pandora abierta por la perestroika, y sin importarle que sus tropas desplegadas en el Elba, como las de EEUU, tengan que replegarse al territorio nacional. Sobre esta dialéctica moribunda de los bloques y las superpotencias en el solar europeo se yergue la gran cuestión alemana. The Economist escribe con la máxima crudeza: «Cada vez parece más probable que Alemania pueda alcanzar por la paz la hegemonía que por dos veces no pudo lograr con la guerra». El impulso revolucionario en la RDA es inconcebible sin la sombra protectora e incitante de la RFA, la gran potencia financiera de Europa, cuyo único freno, como piensan los optimistas, es una demografía claudicante. «La victoria de los vencidos», la RFA y Japón, sobre la que reflexionaba André Fontaine en Le Monde es una advertencia, emboza un lógico temor e incita a una construcción europea que nada tenga que ver con las premisas del equilibrio que desembocaron en las matanzas.

Una RFA que diera pábulo a los que consideran inevitable su deriva hacia el neutralismo, en aras de la reunificación, podría repetir algunos errores históricos que producen espanto y que fueron diplomáticamente estériles: un aislamiento que levantaría ampollas en Occidente y pondría en guardia a los hijos de las víctimas de la Drangnach Osten, la marcha hacia el Este. El pueblo alemán solo vivió en un Estado único, con Bismarck y Hitler, como preludio a la tragedia.