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Barcelona está muy loca

Barcelona está muy loca. La ciudad de la que me enamoré en 1991 ya no existe. Una energía tensa que convierte las calles en laberintos, las aceras impracticables en márgenes de arcenes donde bicis, patinetes, trolleys, carritos y algún tacataca impenitente circulan emborrachados. Todos somos una esfera de 'painball' impulsada por un frenético jugador que tiene los ojos vendados. Los colores y variedades han dejado de ser pintorescos y enriquecedores para pasar a ser estridentes y ásperos.

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Locales y extranjeros, como exiliados de la cordura, sobreviven en un entorno hostil que algunos sienten temporal y otros, aturdidos, se preguntan si tiene sentido la permanencia. Un estado de guerra sin balas donde lo excepcional se ha hecho norma, donde la adrenalina sustituye a la endorfina y donde la contaminación no es solo ambiental. Destellos correosos entre el gris de la rutina de una rueda imparable donde lo urgente ocupa el lugar de lo importante y donde la fama la ha convertido en un lecho espinoso. No, la Barcelona burbujeante, ambiciosa y sin complejos ya no existe más y la tasa turística y la riqueza de los especuladores no va a devolvérnosla. 

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