TESTIGO DIRECTO
El campamento de la vergüenza
Si me concentro aún puedo sentir el dolor de ese frío seco que se colaba en los huesos allí en lo alto del monte Gurugú. Para que luego digan que África es caliente. En los campamentos de la vergüenza que durante años acogieron a miles de hombres esperando su momento para saltar la indigna valla de Melilla, la camaradería de los que estaban dispuestos a morir convertía ese pinar en un hogar confortable. La primera vez que alcanzamos esa cima con mi inseparable José Luis Roca tardamos en intercambiar una sola palabra. Nos ofrecieron una sopa caliente de arroz y un trozo de pan. Y sentados frente a una hoguera, con una taza de café entre las manos, entendimos que solo la maldad permitía que esos hombres fueran tratados como animales, apaleados, perseguidos, hostigados, humillados y vejados. Roca, que es capaz de ver lo que nadie mira, decidió recoger esa dureza en blanco y negro.
Hoy miro sus fotografías y me conmuevo. Me cuentan por teléfono desde Melilla que en los últimos tiempos las redadas de la policía y el ejército marroquí han acabado por desmantelar los campamentos. Apenas medio centenar de hombres han saltado la valla en lo que llevamos de año, frente al medio millar que ya lo había logrado para estas mismas fechas el año pasado.
Cuatro veces nos acercamos a los campos. Nunca nos pidieron nada. Nos lo ofrecieron todo. Y nos regalaron generosos los relatos de sus vidas hasta llegar a ese punto sin retorno en el que los días trancurrían despacio, apenas iluminados por la esperanza de que otros lo habían logrado.
Debió ser en marzo del año pasado cuando subimos de nuevo tras los rumores de que había una mujer. Encontramos a una niña, Mireille. Esa tarde, con el ocaso, nos dejamos arrastrar por el entusiasmo. Allí en lo alto, en un campo de fútbol con pendiente y vistas a su sueño, se disputó un partido de fútbol con jugadores de Camerún y Mali en el que Mireille brilló como delantera. No marcó. Se quejaba de una pierna. Pero horas después se convirtió en la primera mujer en saltar la valla. Al llegar a Melilla lloró por lograrlo y por todo el dolor que tenía guardado.
En las piedras del Gurugú, muchos hombres escribieron sus nombres y las ciudades de sus sueños. Otros arañaron en los árboles los meses de encierro en ese infierno.
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