Avance en la regulación de una sustancia tóxica

Con el 'mal de Rocalla'

Las otras víctimas del amianto. Àngels Urbán y su madre, Isidra Ballesteros, en su domicilio de Castelldefels, ayer.

Las otras víctimas del amianto. Àngels Urbán y su madre, Isidra Ballesteros, en su domicilio de Castelldefels, ayer.

VÍCTOR VARGAS LLAMAS / CASTELLDEFELS

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La primera vez que Àngels Urbán tuvo conocimiento de los efectos devastadores del amianto apenas tenía 6 o 7 años. «Recuerdo los días en que mi padre llegaba a casa y explicaba que había fallecido un compañero. Hablaban de lo mucho que se ahogaban, de cuánto les costaba respirar en sus últimos días. Y la conclusión en casa siempre era la misma: 'Ha muerto por el mal de Rocalla'», explica Àngels.

Ahora, tres décadas después, tiene muy claro que ese diagnóstico etéreo que se implantó entre el vecindario de Castelldefels no andaba nada desencaminado. Rocalla era la empresa ubicada en esta localidad del Baix Llobregat que durante largos años se dedicó a fabricar tubos y placas de fibrocemento, y que fue adquirida por Uralita en 1982. Allí se desempeñó su padre, José Urbán desde 1969 hasta 1993, cuando se confirmó que la prolongada exposición a este mineral tóxico mineral tóxico degeneró en una asbestosis que acabaría con su vida ocho años después. «Él se encargaba del molino para triturar asbesto. Allí todo eran partículas en suspensión, se barría y se recogía material sin ninguna protección para evitar que lo inhalaran», añade.

Àngels no olvida la tos que se instaló en la vida de su padre. «Era seca e intensa. Aunque tosía mucho, apenas expectoraba. Y cada vez se ahogaba más», relata. José se empezó a encontrar mal en 1992, acusando entonces de sus males a un resfriado que no se le acababa de curar. Al ver que se acumulaban las bajas, la doctora de cabecera fuerza que la mutua asuma su caso para que curse como enfermedad profesional. El tribunal médico confirma la asociación entre la patología y el trabajo. Tras diez años de pugna judicial con el apoyo del Col·lectiu Ronda, este 2015 han visto reconocidas sus demandas. «Con mi padre ya fallecido», se lamenta Àngels.

Dolor

«Él nunca acabó de creerse la gravedad de su estado hasta que pasó nueve meses ingresado antes de morir», recuerda Àngels junto a su madre, Isidra Ballesteros. La negación se reflejó en que se convirtió en un tema tabú en casa. Y los esfuerzos para obviar la realidad se redoblaban cuando en alguno de sus múltiples ingresos en el hospital de Viladecans coincidía con un excompañero. «Era habitual otro 'rocallero' en la habitación. Y no era infrecuente ver a alguno fallecer antes de que mi padre recibiera el alta», relata.

Esa autocensura sigue instalada en casa, de alguna manera. «Mi madre lavó la ropa contaminada de mi padre un tiempo, pero pese a que sabe que la enfermedad se puede manifestar 30 años después, se niega a hacerse revisiones porque tiene miedo a que le encuentren algo. Tampoco ha tenido síntomas», suspira Àngels.

Lo que también se mantiene es la «rabia y el dolor» por no haber podido hacer algo para evitar lo inevitable. «Duele que en el sitio al que vas a ganarte la vida sea donde la pierdas precisamente», argumenta Àngels. «Se aprovecharon de que eran humildes, muchos no sabían leer ni escribir, los utilizaron. No ha sido mala suerte: esa desgracia se pudo prevenir», dice.

Àngels valora los avances que redundan en «la generación del amianto» y apela a «restaurar su figura» como reconocimiento a toda su lucha. Una misión para la que recomienda no bajar la guardia. No mientras se comercialice con amianto  «en países como la India o Pakistán» y mientras las empresas manejen a los trabajadores «como meras fichas de un juego».