Gente corriente

Concepció Vázquez: «He sido una mujer valiente; yo no tengo alma de beata»

Vive en una residencia y recibe el apoyo de Amics de la Gent Gran. Pura memoria histórica.

«He sido una mujer valiente; yo no tengo alma de beata»_MEDIA_1

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OLGA MERINO

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En vísperas como esta, también actúan unos reyes magos silenciosos  que mitigan la soledad y melancolía de los ancianos. Como Paz Montalbán, de 38 años, voluntaria de la fundación Amics de la Gent Gran, que  todas las semanas acude a visitar a Conxita Vázquez Agulló (Barcelona, 1921) a la residencia Bertran i Oriola, en la Barceloneta.

-Éramos cuatro hermanos en casa, dos chicas y dos chicos, el mayor de los cuales volvió inútil de la guerra. Mi padre era calderero y trabajaba reparando barcos en el puerto. Lo fusilaron en el Camp de la Bota, en el 39; está enterrado en el Fossar de la Pedrera.

-Lo siento.

-Militaba en la CNT y fue de los primeros a los que cogieron. El día en que lo mataron yo estaba en la prisión para mujeres de Les Corts; era de las más jovencitas. De tanto como me pegaron para que firmara un papel, el viso se me quedó pegado al cuerpo. Apagaban las luces para que no supieras quién te estaba dando.

-¿Por qué la encerraron, Conxita?

-Me tuvieron allí dos años y medio porque iba tirando por las calles octavillas que decían: «Menos Franco y más pan blanco», «Menos generales y más jornales».

-Qué valiente.

-Pues sí, he sido una mujer muy valiente. Yo no tengo alma de beata. Cuando iban a rezar en la cárcel por las tardes, a mí me llevaban a cavar al patio, que tenía huerto.

-¿Quién la avisó del fusilamiento?

-Vino el cura de la Modelo, amigo de mi padre, a decírmelo. Y aunque me llevó a la quinta galería para que nos despidiéramos, solo pudimos vernos de lejos. Allí no dejaban hablar a nadie.

-¿Recuerda su primer día de libertad?

-Mi madre, pobrecita, no se lo creía, no paraba de llorar... Vivíamos en un quart de casa, pero lo dejé, tal como estaba, porque tenía muchas escaleras y me vine a la residencia.

-¿Está contenta?

-Sí. Intento ayudar en todo lo que puedo. Si alguien no puede comer solo, le doy yo. Pero ahora ya no me dejan estar de pie, porque me caí y me hice daño en los riñones. Voy con un andador, pero memoria tengo. Me quieren mucho las chicas.

-¿De qué conversan con Paz?

-Pues de las cosas del día, de lo cotidiano, ¿verdad? Ahora, cuando pasen las fiestas, le enseñaré a hacer ganchillo y calceta. Las abuelas que sabemos hacemos bufandas. [Paz explica que la organización las vende para recabar fondos].

-La cuestión es estar ocupada, ¿no?

-Toda la vida trabajé de pescadera: mire mis manos, reina, abiertas por todos lados. Estuve muchos años en la Boqueria. Tuve cuatro hijos y me los tuve que criar sola; a veces la mestressa me daba un puñado de sardinas o las cuatro maires que quedaban, y eso era lo que comíamos. El mayor tiene ahora 72 años y vive en Premià. Fuimos trapicheando como pudimos...

-Cuánta lucha.

[En este punto, se le saltan las lágrimas y le cuesta proseguir la conversación; interviene Paz, su ángel de la guarda: «Va bien que lo saques, Conxita; no te lo quedes dentro. Han sido muchas vivencias».]

-A mí no me ayudó nadie; tampoco lo necesito. Yo estoy para ayudar, no para que me ayuden. Escribía poesía, ¿sabe? Hice una para los 70 condenados a muerte que fusilaron el mismo día que a mi padre.

-¿Alguna palabra para los jóvenes?

-Que no den la cara por ningún político, por ninguno de los que mandan. Aún me acuerdo de cómo se llevaron los dineros de la República, que nunca volvieron. Pagaron quienes no se exiliaron. ¿A qué tengo que irme a Francia si no he robado ni matado a nadie?, decía mi padre.