la muralla del humo

Pekín, la ciudad podrida

La OMS ha cifrado esta semana en siete millones las muertes anuales atribuibles a la contaminación. Una de las ciudades que sufren una peor calidad del aire es la capital china. La galopante industrialización es el motor del país, pero también su asfixia.

Nadie está a salvo. Un hombre y su perro pasean con mascarillas por la capital china.

Nadie está a salvo. Un hombre y su perro pasean con mascarillas por la capital china.

ADRIÁN FONCILLAS

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La venta de petardos y fuegos artificiales en Pekín cayó durante el reciente Año Nuevo un 38% respecto al pasado tras una campaña mixta de concienciación y prohibiciones. La contaminación obligó tiempo atrás a reducir la circulación de coches en la capital y a instaurar una lotería para lograr la imprescindible matrícula. La rebaja planeada para este año de un 40% adicional ha estimulado un boyante mercado negro de alquiler y ventas de matrículas. Se paga ya por una el equivalente a casi 30.000 euros, el doble de lo que cuesta el vehículo más vendido.

La contaminación influye en la vida cotidiana de los 20 millones de pequineses, desde tradiciones centenarias como la de ahuyentar a los malos espíritus con ruido a la fiebre automovilística de la clase media. La contaminación ha convertido la capital en «apenas apta» para la vida, según un informe publicado en febrero por dos academias de Ciencias Sociales de Pekín y Shanghái. Solo Moscú muestra un cuadro medioambiental peor entre las 40 principales ciudades del mundo estudiadas. Grandes dosis de polución atacan la capital china al menos una vez a la semana, según un estudio internacional del 2012, y el Bureau de Protección Medioambiental registró 189 días el pasado año de alta contaminación.

Los habitantes del norte del país viven una media de 5,5 años menos que los del sur, según un estudio de la Academia Nacional de EEUU en el que también participaron científicos chinos. La culpa es del carbón. Una política gubernamental de 1950 eligió el río Huai, una cicatriz horizontal en el mapa chino, como frontera entre las zonas frías del norte y las cálidas del sur. El suministro gratuito de carbón ha calentado viviendas en la misma medida que ha arruinado la salud. El examen de 90 ciudades a una orilla y otra del río desveló que los 500 millones de chinos septentrionales han perdido más de 2.500 millones de años de esperanza de vida por enfermedades cardiorrespiratorias porque inhalaron un 55% más de carbón que los meridionales.

Las partículas responsables

La población ya maneja con soltura la abstrusa jerga científica. Son recurrentes las partículas PM2,5: las más pequeñas, de un diámetro 30 veces menor al de un cabello humano y capaces de filtrarse en los pulmones y riego sanguíneo. Pekín superó en febrero la concentración de 671 microgramos por metro cúbico, 26 veces por encima de lo que la OMS considera seguro. El año pasado por estas fechas, cuando el invierno pequinés estimula las calderas, se llegó a los 993 microgramos. Cualquier lectura que supere los 251 se considera peligrosa. Causa un «agravamiento de enfermedades del corazón y pulmones y muertes prematuras en ancianos y personas con problemas cardiorrespiratorios» «graves riesgos de problemas respiratorios» en el resto.

«Un niño expuesto a esos niveles es como si fumara dos paquetes de tabaco diario», señala por e-mail Yanzhong Huang, uno de los mayores expertos en medioambiente chino. Un vistazo a la vasta literatura científica que en los últimos tiempos ha medido la devastación de esa neblina negruzca en la salud humana estimula la huida. Un estudio sugiere que el riesgo de muerte cardiorrespiratoria aumenta entre un 2% y un 3% por cada incremento de 10 microgramos de contaminantes. El Banco Mundial alertó ya en el lejano 2007 de que solo un 1% de los urbanitas chinos respiraba aire saludable y cuantificó en 760.000 las muertes prematuras anuales en el país. El registro anual de cáncer del 2012 señalaba al de pulmón como el principal causante de muertes. Éstas se han multiplicado por 465 desde que China empezó su industrialización tres décadas atrás, mientras otros cánceres como el de esófago o estómago retroceden paulatinamente. El incremento de cánceres de pulmón en Pekín ha aumentado un 60% en una década. Más de 8.500 personas murieron solo en el 2012 en Pekín, Shanghái, Guangzhou y Xian por la contaminación, según un estudio conjunto de Greenpeace y la Universidad de Pekín. La prestigiosa revista The Lancet dijo que causó 1,2 millones de muertes prematuras en China en 2010.

«Hace ya tiempo que China sufre la contaminación, pero la población no supo de la gravedad y magnitud del problema hasta que Pekín no alcanzó los registros récord a principios del 2013. Muchos sí conocen el problema, pero no estoy seguro deque lo comprendan del todo. Al fin y al cabo, el Gobierno solo estableció recientemente la relación directa entre contaminación y salud», añade Yanzhong.

La sensibilidad medioambiental es forzosamente nueva en China. Muchos admiraban apenas una década atrás las chimeneas humeantes como el corolario de un país en desarrollo que abrazaba los problemas del primer mundo tras las hambrunas del siglo XX. En las zonas atrasadas rurales aún se prioriza el beneficio económico de una fábrica frente a su factura medioambiental. El contexto urbano es diferente. Los chinos no se desviven por los derechos humanos o la democracia, por mucho que se empeñe Occidente, sino por asuntos más cotidianos. Del Gobierno esperan que acabe con los escándalos alimentarios, frene la escalada de precios inmobiliarios o les provea de un entorno menos hostil para la vida. Detrás de una protesta violenta acostumbra a haber una fábrica contaminante. Los millonarios que se han ido del país o lo planean acostumbran a mencionar la búsqueda de cielos menos turbios para sus hijos.

El doble proceso de industrialización y urbanización que ha sacado a 40 millones de chinos de la pobreza en 30 años ahogó en el pasado las críticas. Hace años que Pekín defiende un crecimiento económico científico, racional, sostenido o cualquier otro eufemismo que aclare que ya no vale todo. China ha «declarado la guerra a la contaminación», anunció Li Keqiang, primer ministro, en la última Asamblea Nacional Popular. El debate entre desarrollo o medioambiente está enterrado.

«Es una oposición falsa que equivale a ocultarse detrás de los pobres. Al fracasar en el control de la contaminación, China permite que la industria descargue sus costes en la población, sobre todo en los pobres, envenenando su tierra, aire y agua y dañando su salud. Son también importantes los desconocidos costes de la contaminación, que el Banco Mundial cifra entre el 3,5 y el 8% del PIB, además de las muertes prematuras. Con una de las distribuciones de riqueza más desiguales del mundo, China tiene muchas vías para aliviar la pobreza. La contaminación no es una de ellas», sostiene Isabel Hilton.

Las críticas se abren paso

¿Qué hace Pekín ante el cataclismo? Una portada del diario China Daily se extendió por la red. Anunciaba que reduciría la polución y calificaba el cuadro medioambiental de «crítico». Ocurre que la portada es de 1989 y prometía resultados para 1992. El mismo diario, portavoz oficioso de Pekín, calificaba recientemente de «indefendible» lo conseguido y subrayaba que la «inacción» atacaba la credibilidad de los líderes y sus promesas. No se ha leído nada parecido antes en la prensa oficial.

La cuenta de la televisión pública en Weibo, el Twitter chino, animaba al gobierno municipal a «no esconderse detrás de la niebla» y se preguntaba si a alguien le importaba la salud de los pequineses. Que los tuits fueron borrados y sus autores destituidos muestra la relevancia que Pekín otorga a la contaminación.

Las críticas llegaron en lo más crudo de la crisis. Pekín acumulaba muchos días de cielos pintados con un rodillo gris en los que pasa desapercibido el sol. El Gobierno ha decretado por primera vez la alarma naranja que desaconseja las actividades escolares en el exterior, recomienda que niños y ancianos se queden en casa y cierra fábricas. Es el segundo grado más gra-ve en una escala de colores recientemente aprobada. La principal tienda on line de máscaras agotó en un día 26 de sus 29 modelos.

La contaminación es ubicua en las redes sociales: los chinos debaten sobre la eficacia de las máscaras; cuelgan los niveles crecientes de partículas PM2,5 que obtienen de las aplicaciones para móviles, las fotos de una ciudad con perfiles indefinidos o montajes como la del icónico retrato ante la Ciudad Prohibida donde Mao aparece con mascarilla. Se ríen o indignan con el experto en Defensa que sostiene que la niebla arruinaría un ataque de Estados Unidos con misiles guiados por láser y animan o se compadecen del primer ciudadano que ha demandado al Gobierno por «fracasar en la lucha contra la contaminación».

El esfuerzo del Estado no es escaso. Un reciente plan destinará 200.000 millones de euros a reducir las emisiones en el 2017 un 25% respecto a las actuales en zonas del norte, sobre todo Pekín, Tianjin y la provincia de Hebei. También ha prometido recompensas de 1.100 millones de euros a las ciudades que logren «progresos significativos» en la reducción de gases. Las medidas se agolpan en la agenda. Una de las más reveladoras obligará a publicar sus emisiones en tiempo real a 15.000 empresas que causan el 80% de la contaminación. Es un giro copernicano en la antigua política oscurantista. Cuando la embajada estadounidense de Pekín colocó el medidor de contaminación en su tejado en el 2009, las autoridades le pidieron que la bajaran. Casi 200 ciudades ofrecen hoy información de la calidad del aire. Incluso la portavoz de la Asamblea Nacional Popular, Fu Ying, admite que guarda máscaras para la familia y lo primero que hace al levantarse es ver cómo está la contaminación desde su ventana.

«Los esfuerzos del Gobierno central son positivos, pero en los niveles locales y provinciales, especialmente en las zonas menos desarrolladas, no son suficientes. Estos deberían equilibrar el desarrollo y el medioambiente mucho mejor. En áreas como Hebei, la economía sufriría mucho si la ecología fuera prioritaria. Por eso es necesario un plan nacional y medidas de compensación ecológica», señala Zhao Zhong.

La dependencia del carbón

Contra los planes del Gobierno conspiran los entes locales, la dependencia del carbón y las poderosos empresas estatales. Los gobiernos provinciales reciben buena parte de sus fondos de los impuestos de su industria y son reacios a embridarla. Siete de las ciudades más contaminantes del país están en Hebei, la provincia que abraza a Pekín. Cualquier esfuerzo de la capital (en los días punta detuvo un centenar de fábricas, sacó de la calle un tercio de los coches y dio rango legal por primera vez a la obligación de reducir la contaminación) está condenado al fracaso si no se limpia previamente el vecindario.

China consume 4.000 millones de toneladas de carbón anuales; en los 90 apenas era la cuarta parte. De fuentes renovables saca hoy el 9% de su energía y no hay país con objetivos más ambiciosos: gastará en ellas 343.000 millones de euros en el 2015. Pero la locomotora exige combustible diario. El carbón es la principal fuente, el mayor contaminante y también el causante del calentamiento global y los gases de efecto invernadero. China prevé reducir el papel del carbón del 70% al 60% en la próxima década. «Se toman muchas medidas. Por el lado de la demanda, se ha establecido un sistema de bloqueo de precios. Y por el del suministro, hay políticas para estimular el uso de las renovables o de la energía nuclear», explica Xinye Zheng, profesor de la Universidad del Pueblo de Pekín. Xinye opina que es más realista invertir en el tratamiento de la industria del carbón que en las renovables. Pero el aumento de la producción se tragará esa reducción y la demanda seguirá al alza, según estudios de la Agencia de Energía Internacional y del Citibank.

Las grandes compañías estatales, en especial las petrolíferas, anteponen los beneficios a la salud. Las tres mayores empresas energéticas del país violan sin cesar las restricciones de emisiones del Gobierno. El Consejo Eléctrico de China, que representa al sector, se opuso a las propuestas objetando el alto coste de las reformas. Los expertos concluyen que, aún en el mejor de los escenarios, las medidas tardarían años en provocar cambios sustanciales. Las máscaras seguirán siendo tan icónicas de Pekín como la Ciudad Prohibida.